Jorge Carrasco Araizaga
MÉXICO, DF, 14 de mayo (apro).- Ahora resulta que los políticos mexicanos se llaman a sorpresa por la presencia del narcotráfico en la vida política del país.
El asesinato, el pasado jueves, de José Mario Guajardo Varela, candidato del PAN a la presidencia municipal de Valle Hermoso, Tamaulipas, desató “la preocupación” de la clase política mexicana por la intromisión del narcotráfico en el proceso electoral de este año.
Antes que hacer condenas de saliva, los presidentes del PAN, César Nava, y del PRD, Jesús Ortega, tendrían que hacer una revisión de lo que han hecho no pocos de sus militantes para facilitar el desarrollo del narcotráfico en el país.
Diputados, senadores, presidentes municipales y aun gobernadores de ambos partidos han sido, por lo menos, señalados como protectores o de plano piezas del narcotráfico.
Si algo ha caracterizado la alternancia del poder político en México ha sido precisamente la consolidación del narcotráfico en la vida política del país.
En 1997, en la Ciudad de México, y en el 2000, a escala nacional, el PRI abandonó el poder en total descrédito, entre otras causas, por los crecientes escándalos de sus funcionarios con la delincuencia organizada.
La llegada del PRD al gobierno de la Ciudad de México y del PAN al gobierno federal no cambió en nada esa relación. Al contrario, se diversificó y se consolidó.
Si con el PRI los narcotraficantes tenían que negociar con una autoridad centralizada, con el PAN y el PRD como protagonistas políticos, los grupos de delincuencia organizada aprendieron a negociar con un poder fragmentado.
Por eso es mayor la inestabilidad de los arreglos con el poder político. Los acuerdos varían según cambian las autoridades estatales o locales. En consecuencia, los cuerpos policiales en todo el país, que se han convertido en fuerza del Estado al servicio de la delincuencia, tienen que responder a distintos “jefes” según los tiempos políticos.
El gobernador de Tamaulipas, el priista Eugenio Hernández, cuya lógica maniquea ante este problema es que “le va mal al que se porta mal”, salió al paso con una banal declaración.
Dijo que hechos como el asesinato a tiros del candidato –en el que también fueron abatidos su hijo y uno de sus empleados– “manchan a Tamaulipas (y) manchan también el proceso electoral”.
Eugenio Hernández sabe bien que la entidad, de la que es el primer responsable político, hace mucho que se convirtió en ejemplo de ingobernabilidad resultado del poder del narco. Como mínimo, lo que hizo fue hundir la cabeza para no ver la tortuosa condición que ha padecido su estado.
Asiento de uno de los grupos de narcotraficantes más violentos del país –el cartel del Golfo, que hasta fines del 2008 contó con el apoyo de los desertores del Ejército organizados bajo la identidad de Los Zetas–, Tamaulipas se convirtió bajo el gobierno de Hernández en una irrefutable muestra del descontrol territorial por parte del Estado mexicano.
El asesinato del candidato panista da para la retórica, como en su momento lo fue el del candidato del PT a la presidencia municipal de Río Bravo, Juan Antonio Guajardo Anzaldúa, en noviembre del 2007.
Guajardo Anzaldúa, por cierto, había señalado a su entonces opositor, el perredista Miguel Ángel Almaraz Maldonado, como responsable del robo de gasolina a los ductos de Pemex, una de las actividades controladas por el cártel del Golfo y Los Zetas. En abril del 2009, Almaraz fue detenido por ese delito.
En la lógica represiva del gobierno de Felipe Calderón, el asesinato de su correligionario sería otro de los éxitos de su estrategia: “Reaccionan de esa manera porque los estamos golpeando”.
La “ridícula minoría” con la que pretendió descalificar a los narcotraficantes hace mucho que se enquistó en el poder político. Desde ahí, gobierna.
Comentarios: jcarrasco@proceso.com.mx
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