La Jornada
La Unión Europea (UE) acordó ayer el endurecimiento de las sanciones económicas contra el gobierno iraní por la determinación de avanzar en su programa de desarrollo nuclear. Tales medidas incluyen bloqueos bancarios y del sector de seguros, de transporte aéreo y marítimo, así como la prohibición de nuevas inversiones, asistencia técnica y transferencia de tecnologías en el sector energético. El pretexto es la supuesta intención de Teherán de usar sus reactores y su uranio enriquecido para fabricar bombas atómicas, intención que fue desmentida por el acuerdo al que llegó hace una semanas con Turquía y Brasil para que esos países verificaran que el proceso de enriquecimiento del combustible nuclear no fuera usado por Irán con propósitos bélicos.
El empecinamiento occidental en prohibir el desarrollo atómico al régimen iraní es, pues, insostenible. Pero lo sería incluso en el supuesto de que obedeciera a un afán de impedir la proliferación nuclear, toda vez que para detener ese fenómeno se requeriría de fundamentos legales y éticos hoy inexistentes. Las armas nucleares en el mundo actual están repartidas en forma arbitraria, sin garantía alguna de sensatez y contención por parte de sus poseedores: Estados Unidos, el principal instigador de las campañas contra Irán, es el único país que ha empleado bombas atómicas en un conflicto bélico, y no las arrojó contra objetivos militares, sino contra las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki. Por lo demás, la distribución de esos medios bélicos es resultado de la ley del más fuerte, de la capacidad de espionaje y de la astucia diplomática de algunos gobiernos.
Más aún, la doctrina de guerras preventivas acuñada por la administración de George W. Bush, y aplicada en forma criminal y con resultados devastadores contra Afganistán e Irak, lejos de impedir la proliferación de armas de destrucción masiva fortaleció la tentación de diversos gobiernos de dotarse con armamento de esa clase como único recurso posible para impedir agresiones bélicas estadunidenses y europeas. La moraleja de la incursión de Washington contra Irak fue inequívoca: aunque esa infortunada nación árabe fue arrasada con el pretexto de que tenía armas químicas, bacteriológicas o nucleares, capaces de alcanzar objetivos en territorio continental de Estados Unidos –eso dijeron los representantes de Bush ante la ONU, y la mentira fue reproducida sin remordimientos por los medios del país vecino–, lo cierto es que la agresión estadunidense no habría podido ocurrir si el régimen de Saddam Hussein hubiese poseído tales recursos de disuasión.
La hostilidad europea contra Irán resulta doblemente injustificada si se considera que naciones mucho más belicosas que la iraní se han dotado de armas atómicas, como hicieron Israel, India, Pakistán y Corea del Norte, sin que el exclusivo club atómico conformado por los cinco integrantes permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU ni el bloque occidental hayan querido o podido impedirlo. Ilustrativo del doble rasero europeo es, por cierto, el contraste entre la dureza hacia Irán y la aquiescencia para Israel: ante los recientes actos de piratería, homicidio y secuestro perpetrados por el régimen de Tel Aviv en aguas del Mediterráneo contra una flotilla de embarcaciones pacifistas, la UE se limitó a pedir una investigación y nadie en el viejo continente habló de sanciones económicas; pero si el autor de esos crímenes de guerra no hubiese sido Israel sino Irán, es muy probable que a estas alturas las fuerzas aéreas de Estados Unidos y de Europa ya habrían bombardeado Teherán.
Finalmente, el desdén con que los gobiernos de la Europa comunitaria recibieron el acuerdo brasileño-turco-iraní, el único que garantizaba el uso pacífico de la energía nuclear por parte de Teherán, deja claro que el verdadero propósito de Occidente no es evitar que la nación asiática fabrique armas nucleares, sino que alcance un desarrollo tecnológico propio y ejerza su soberanía. El bloqueo occidental contra Irán evoca, pues, aires de guerra.
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