M. Á. BASTENIER
América Latina ha sido calificada del Otro Occidente o el Extremo Occidente, en cada caso como versión o prolongación de Europa. Una visión menos agraciada consistiría en representarla como caricatura del Viejo Continente, pero la vigencia de cualquier concepción euro-céntrica del mundo indo e iberoamericano está siendo sometida a revisión en este siglo XXI.
No toda América Latina puede verse con idéntica óptica. Aunque harían mal argentinos y uruguayos en considerarse únicamente europeos nacidos en la Pampa o el Río de la Plata, el tardío desarrollo de la colonia y la avalancha de europeos del sur, que fraguó ambos países en el siglo XIX, hacen que el componente europeo sea hoy muy fuerte. Pero entre Salta, al norte de Argentina, y Río Bravo, en la frontera mexicana con Estados Unidos, sin olvidar el mediodía chileno, lo europeo es un ejercicio político que para sustentarse tenía que negar el país subyacente.
El primer golpe de atención fue la revuelta indígena de Chiapas en 1994, dirigida por el criollo Rafael Guillén, o subcomandante Marcos. Pero la mayoría de edad de un movimiento que aspira a ser tectónico solo se alcanzaría con la elección en 2006 a la presidencia de Bolivia de Evo Morales, cuyo objetivo es hacer que aflore ese país de abajo en detrimento del de arriba, el criollato.
La tentativa del indio aimara de refundar Bolivia puede entenderse como un paso inicial o un fin en sí mismo. En el primer supuesto, Morales podría pensar que la sociedad boliviana no estaba aún preparada para desprenderse totalmente de su atavío occidental, como tampoco lo estuvo en 1810 la sociedad virreinal para gritar independencia en lugar de sostener a Fernando VII contra Napoleón. En el segundo, la reinvención de una legalidad indígena debería hallar su sitio junto a la europeidad que dejó la colonia. Pero una parte del indigenado boliviano parece temer que esa primera síntesis sea la definitiva, multiplicándole así con su agitación los problemas al antiguo líder cocalero. El presidente venezolano, Hugo Chávez, en cambio, bautiza como socialismo del siglo XXI su intento de revolución, negra y mestiza, acogida al calificativo de bolivariana por su ambición reunificadora del antiguo espacio imperial. Y no por casualidad el líder chavista descubrió recientemente que tenía sangre indígena. El tercer protagonista de ese movimiento, aun siendo aliado de los anteriores, se diferencia en cuestiones de fondo. Por ello, el criollato ecuatoriano en vez de hacerle una guerra de palabras al presidente Rafael Correa, debería rezarle una novena porque si fracasa su socialismo jacobino y occidentalizante, lo que se les viene encima es el Evo de Ecuador, o incluso el Evo de Evo, como podría ocurrir en Bolivia. Y otro tanto cabría decir de Alan García, baluarte de Occidente en Perú, así como de la mayor parte de América Central.
¿Qué es lo que tienen en común esos países cuyos líderes pugnan por cambiar las relaciones de poder heredadas de la conquista y perpetuadas por la independencia? Llámesele el chip colonial.
Lo importante no es que los españoles, asesinos genocidas como sabe Eduardo Galeano, autor de cabecera de Hugo Chávez, fueran intrínsecamente perversos, sino que sus sucesores, los emancipadores y los que edificaron la independencia, quedaron contaminados por el chip colonial; esto es, por su incapacidad para dejar de ser quienes eran: un producto de la colonia que vive todavía en todo lo que hacen, y que les impedía dar paso al país de abajo.
El primer y gran ejemplo de chip colonial pudo ser el presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari, que, firmando el TLC en ese 1994 insurrecto, creía estar sellando el ingreso automático de su país en el Primer Mundo.
El problema de esa América que quiere reinventarse no es su occidentalidad más o menos profunda, sino que está marcada por el chip de un mundo de procedencia, Europa, mal aterrizado en América, que ha sido incapaz de fraguar un país que, aunque fuera injusto como lo es todo Occidente, supiera al menos ser incluyente. Morales sabe lo que quiere, tanto si se detiene en la etapa uno como si quiere completar la dos, aunque no tiene claro cómo. Chávez sabe lo que está construyendo, una democracia electoral a su servicio, si bien probablemente ignora adónde va. Y Correa quiere reformar Ecuador, pero sin moverlo de su casilla en Occidente. Pero los tres deben su existencia a ese perdurable estigma de la colonia, que convierte en caricatura la imitación latinoamericana del mundo occidental.
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