La Jornada
Marisela Escobedo Ortiz, activista contra la violencia y el homicidio de mujeres en Chihuahua, fue asesinada la noche de jueves a las afueras del palacio de gobierno de esa entidad, donde realizaba, desde hace dos semanas, un plantón en protesta por la liberación del asesino confeso de su hija, absuelto el año pasado por un error de "técnica jurídica".
Pese a la ausencia de resultados oficiales en las incipientes pesquisas sobre el caso, es posible afirmar que el crimen referido está directamente relacionado con el activismo que Escobedo Ortiz desempeñó en los últimos dos años, tiempo durante el cual se erigió en motor de tareas e investigaciones que, por ley, corresponden a la autoridad: evitó que las instancias estatales de seguridad pública y procuración de justicia dieran carpetazo a la desaparición y asesinato de su hija; contribuyó a la captura del culpable de esos delitos; encabezó protestas contra un fallo absolutorio impresentable; logró la revocación de éste en una instancia de apelación; ubicó al delincuente confeso, quien para entonces se hallaba prófugo, y presionó a la autoridad para recapturarlo. Como suele ocurrir en estos casos, el valor y la determinación con que Marisela Escobedo enfrentó a miembros de procuradurías, autoridades y jueces le costó ser objeto de múltiples amenazas y agresiones y, finalmente, fue asesinada frente a la máxima sede del poder público estatal y sin contar con la mínima protección por parte de las autoridades.
La muerte de la activista constituye, así, un alarmante testimonio de las incapacidades, las carencias, las improvisaciones y la inoperancia, en general, de las instancias nacionales y locales encargadas de la investigación, la procuración y la impartición de justicia. La más grave consecuencia de estos vicios, tanto en el caso de Marisela Escobedo como en muchos otros que ni siquiera salen a la luz pública, es la impunidad: al día de hoy persiste la certeza desalentadora de que, ya sea por las redes de corrupción que vinculan a la criminalidad organizada con fiscalías y órganos jurisdiccionales, o por las carencias intelectuales y técnicas de éstos, quedan sin resolver –esto es, sin esclarecer, sin identificar a los responsables y sin someterlos a juicio y a sanción– un alto porcentaje de los delitos graves en el país, y que en no pocos casos ello se vuelve contra las víctimas y sus familias.
Con estas consideraciones en mente, las acciones emprendidas por el gobierno estatal encabezado por César Duarte para esclarecer el asesinato comentado se muestran insuficientes: si bien es necesario investigar a los jueces que resolvieron la liberación de un criminal confeso, otro tanto debiera ocurrir con los fiscales que integraron, con deficiencias, los expedientes acusatorios correspondientes. Asimismo, el episodio es una demostración de que de muy poco sirven las modificaciones formales a los sistema de impartición de justicia –el de Chihuahua se basa, desde hace tres años, en juicios orales, y se caracteriza por penas particularmente severas contra los acusados que son hallados culpables– si en su operación y conducción persisten fallas y vicios inveterados, como los referidos.
Para finalizar, el asesinato de Marisela Escobedo no puede, desde ningún punto de vista, minimizarse ni verse como un hecho aislado: se inscribe, en cambio, en una lista de agresiones a activistas y defensores de derechos humanos en Chihuahua y en otras entidades, las cuales son atribuibles tanto a grupos delictivos como a autoridades de los distintos niveles de gobierno, y se multiplican en el presente contexto de violencia desorbitada e impunidad generalizada y en un clima de incertidumbre en todos los ámbitos de la vida nacional. En lo inmediato, es exigible que las autoridades correspondientes esclarezcan la muerte de la activista y ofrezcan a la opinión pública resultados verosímiles y apegados a derecho.
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