La Jornada
Los datos arrojados al cierre del Programa de Resultados Electorales Preeliminares de Baja California Sur confirmaron la victoria del aspirante del PAN a la gubernatura de esa entidad, Marcos Covarrubias, con 40.35 por ciento de los sufragios, así como el segundo lugar obtenido por el PRI, en coalición con el PVEM, en los comicios estatales del pasado domingo. El PRD, por su parte, no pudo sobreponerse a sus sempiternas pugnas intestinas, que en esta ocasión se expresaron con la fuga de varios de sus precandidatos a otros partidos –incluyendo al propio Covarrubias–, obtuvo apenas poco más de 20 por ciento de los votos y terminó así con 12 años al frente del gobierno sudcaliforniano.
Más allá del análisis sobre estos resultados y su impacto en la reconfiguración del mapa electoral, un dato fundamental que arrojan estos comicios –al igual que los celebrados la semana pasada en Guerrero, donde resultó electo un ex priísta postulado por el PRD, Ángel Aguirre Rivero– es el desvanecimiento de las definiciones y los límites ideológicos y programáticos de los partidos políticos, así como de sus candidatos: ello se ha manifestado en alianzas entre fuerzas distintas y hasta antagónicas –como las que contendieron por varias gubernaturas el año pasado– o con la postulación de políticos tránsfugas, como los propios Covarrubias y Aguirre, a puestos de elección popular.
La principal damnificada de este proceso que involucra a partidos y a "políticos profesionales" es, en forma paradójica, la política misma. Los beneficios que esas prácticas reportan a quienes participan en ellas –básicamente la obtención de prebendas y de privilegios del poder– es proporcional a la desconfianza que generan en la ciudadanía las promesas de campaña hechas desde la incompatibilidad programática. La imposición del pragmatismo electorero tergiversa una de las razones de ser de los partidos políticos: promover proyectos de país diferenciados, definidos ideológica y conceptualmente, someterlos al escrutinio público y granjearse, con base en ello, las simpatías electorales. El desdibujamiento de sus propios estatutos, plataformas y programas, en cambio, hace que esos organismos se confundan entre sí, hasta el punto de volverse prácticamente indistinguibles –más allá de las siglas y los colores– para la ciudadanía.
Las afectaciones derivadas de lo anterior trascienden la pérdida de referentes y de alternativas en el ámbito de la competencia partidista: esta suerte de adulteración de la política también incide negativamente en el funcionamiento y la credibilidad de una institucionalidad que, pese a estar formalmente vigente, se presenta cada vez más distanciada de los ciudadanos, cada vez más ajena a sus problemas y cada vez más próxima a la mera simulación. Esta perspectiva es tan atendible como preocupante, pues resulta difícil imaginar una mejor vía para dañar la estabilidad política del país, de suyo precaria, que abonar al hartazgo y la desconfianza de la ciudadanía respecto de sus representantes, sus gobernantes y el conjunto del sistema político.
Los procesos electorales que habrán de tener lugar este año representan una oportunidad para restañar la confiabilidad y la legitimidad del régimen político actual. Pero en la medida en que los actores político-partidistas del país sigan comportándose sin otro criterio más que la obtención de beneficios inmediatos, quedarán exhibidos en su desinterés por los problemas de la población y en su desprecio a la capacidad de decisión de la ciudadanía; se profundizará la crisis de representatividad y el descrédito institucional a un nivel irreversible, y 2012 podría convertirse, de continuar este rumbo, en la demolición definitiva de las vías electorales y democráticas en el país.
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