Fernando del Paso
Nunca pensé que algún día estaría dispuesto a escribir sobre la malhadada experiencia laboral que tuve en Francia como inmigrante: el amor propio me obliga a ocuparme, en todo caso, de mis éxitos, y a olvidarme de mis descalabros.
Sin embargo, creo que ahora, en que las relaciones entre México y Francia sufren de uno de sus peores momentos, es una buena oportunidad para contarle a los lectores lo que me sucedió en el año de 1985 en Francia, a la que llegué convencido de que al fin se cumpliría uno de mis sueños más caros: el de vivir en esa maravillosa ciudad que es París.
Fue a mediados de ese año que el director de la Sección Latinoamericana de Radio France Internationale (RFI), de visita en Londres, me invitó a presentar un examen en la sede, en la capital francesa, de esa radiodifusora. Cumplía yo entonces catorce años de laborar en los Servicios Externos de la BBC de Londres y la Batalla de Las Malvinas había matado en mí todo deseo de seguir viviendo en Inglaterra. El orgasmo patriótico de los británicos y el despliegue de su inmensa soberbia me tenían harto. Viajé entonces a París en el mes de julio o agosto. Había dos vacantes y cerca de quince personas se presentaron al examen. Yo gané una de las vacantes. Me instalé en París en octubre y comencé a colaborar en la RFI de inmediato, como periodista, locutor y productor de programas, en el entendido de que estaría tres meses a prueba, y sólo hasta entonces se me daría el contrato definitivo. Mi esposa Socorro y mi hija Paulina, mientras tanto, se quedaron en Londres. Confiados, tanto ellas como yo, en que mi capacidad y la experiencia adquirida en la BBC me permitirían superar la prueba, se dedicaron a deshacerse de objetos y muebles inservibles, y a vender la casa que teníamos en el barrio de Sydenham. Un mes antes de que yo partiera para París, es decir, en septiembre, se le había otorgado a mi segunda novela, Palinuro de México, uno de los galardones Médicis más codiciados: el Premio al Mejor Libro Extranjero publicado en Francia, 1985-1986. Nunca antes se había otorgado este premio –que ya tenía más de 20 años de existir– a un escritor mexicano. Nunca, tampoco, se le ha otorgado después.
A mediados de enero del 86, Radio France Internationale me dio el contrato de planta, y el gobierno francés el permiso para permanecer en su territorio en calidad de trabajador. La casa de Londres ya estaba vendida y debíamos entregarla lo más pronto posible. La mudanza estaba lista. Le pedí entonces a mi esposa que se dirigiera con mi hija al consulado francés en Londres, para solicitar las visas correspondientes.
Las visas les fueron negadas.
En la radiodifusora me explicaron que en mi calidad de trabajador inmigrante en Francia, tenía que hacer una solicitud ante el Ministerio de Reagrupamiento Familiar –le Ministère de Reagroupement Familiel– cuya titular era entonces una tal Georgina Dufoix, para que autorizara que mi hija y mi esposa se reunieran conmigo. Esta idea de la reunión diferida de los seres queridos más cercanos surgió en 1974, cuando el gobierno francés decidió poner un alto a la inmigración de mano de obra asalariada en momentos en que cien mil inmigrantes llegaban cada año a Francia. Al mismo tiempo me advirtieron que los trámites para obtener el permiso solían prolongarse por un año. Cuando pregunté si eso mismo les sucedía a las esposas extranjeras de los dirigentes y altos funcionarios de empresas multinacionales o simplemente extranjeras que recibían un nombramiento en Francia, me dijeron que no, porque los salarios de esos ejecutivos estaban muy por encima del nivel abajo del cual era absolutamente necesario contar con la autorización para llevar al país a la esposa y los hijos. En la propia RFI me sugirieron que mi esposa y mi hija podrían ingresar con visas de turista y, cada tres meses, viajar a Bélgica para renovarlas, mientras se cumplía el año. Así fue como me enteré de que mi salario estaba dentro del margen de ingresos que ganaba cualquier inmigrante argelino, senegalés o somalí, y que se me pagaba no por mi conocimiento del idioma español, ni como intelectual, ni como traductor y productor de programas de radio, sino por mi mano de obra. Por otra parte, antes de hacer el examen se me había asegurado que con mi salario como periodista de Radio France Internationale podría vivir con holgura. No era cierto. Nunca me alcanzó para vivir con decencia. En los pocos meses que permanecí en la radio me vi obligado a complementar mis ingresos de inmigrante del Tercer Mudo con colaboraciones destinadas a varias publicaciones periódicas mexicanas y latinoamericanas.
No sé qué fue más grande: si el asombro o la humillación. Aparte de los años que había trabajado en una de las radiodifusoras internacionales de onda corta más importantes del mundo, yo era un escritor conocido, había obtenido uno de los premios literarios más importantes de Europa, creado por la misma Francia y, para colmo, había sido el propio gobierno francés el que me había invitado a colaborar en una de sus instituciones. Y ahora ese mismo gobierno me prohibía llevar a Francia a mi esposa y a mi hija antes de transcurrido un año.
Cuando le conté a mi esposa por teléfono, ella, profundamente herida, como yo, en su dignidad personal, me dijo que ella tenía un país, México, que era también el mío, y que regresaría a él antes de someterse a la vejación de salir cada tres meses de Francia para rogar que le renovaran la visa. Le di toda la razón, y me preparé a acompañarla. Mi sueño de vivir en París se había derrumbado. Había yo renunciado a la BBC y nuestra casa en Londres había sido ya vendida. Estaba en el aire. Lo único que podía hacer en esos momentos era repatriarme.
La sacudida que tuve no puede compararse por supuesto, en lo más mínimo, con el sufrimiento y la soledad de que han sido víctimas cientos de miles de trabajadores inmigrantes en Francia. Pero por unos días me invadieron el desaliento, la furia y la impotencia. Fue entonces que México nos salvó. El ministro en nuestra Embajada, Rafael Tovar, y el embajador, Jorge Castañeda, obtuvieron de nuestra Secretaría de Relaciones Exteriores un pasaporte diplomático para mi esposa, en calidad de trabajadora de la sede diplomática mexicana.
Se resolvió así la situación, pero sólo por unas semanas, durante las cuales comenzamos a planear nuestro regreso a México. Fue entonces que la Secretaría de Relaciones y la embajada de México me ofrecieron el cargo de consejero cultural. Tres año más tarde fui nombrado cónsul general en París. Nuestra estancia en esa ciudad se prolongó por siete años.
Ésta es, pues, la breve reseña de las tribulaciones sufridas en Francia por un ciudadano mexicano, escritor premiado y profesional de la radio, y del desprecio con el que las autoridades francesas trataron a ese ciudadano al que ellas mismas habían ofrecido un trabajo.
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