jueves, marzo 03, 2011

El enigma del 2012

Adolfo Sánchez Rebolledo

El enigma del 2012 no es solamente quién ganará las elecciones presidenciales, sino cómo estará el país para entonces. Se dirá, con cierta razón, que la sociedad, la ciudadanía, es hoy más democrática que nunca, acude a las urnas, vota, cumple con sus obligaciones, y es verdad, pero en cambio, me atrevo a subrayar, se ha perdido la ilusión que acompañó los procesos de 2000 o 2006. Y no sólo se trata del desgaste del ejercicio de gobierno, sino del desánimo causado por la incapacidad de los responsables políticos de poner en marcha el cambio que pedía la gente en los años de la transición y que los grupos gobernantes han escamoteado. Junto con la aclimatación de reglas electorales y la abolición del fraude, la mayoría imaginaba la alternancia no como la negación inquisitorial del pasado revestida de victoria cultural de un grupo sectario, sino como un golpe de timón hacia el futuro, capaz de poner en perspectiva la herencia de desigualdad y pobreza con la oportunidad de recrear las instituciones caducas en un mundo global, esto es, con un planteamiento modernizador de mayor alcance. De eso se trataba la transición: de romper los moldes caducos del viejo régimen para recrear democráticamente las relaciones políticas que se habían enquistado al grado de impedir el desarrollo social de la nación.

Pero eso no pasó: el panismo en el poder abandonó de inmediato la ruta de las reformas prometidas y, pese a las mutaciones retóricas, se dedicó, como dice Gustavo Gordillo, a administrar la decadencia institucional a la espera de crear una nueva coalición perdurable al ciclo sexenal. La involución política inaugurada con el desafuero a Andrés Manuel López Obrador probó que el PAN no era el partido del cambio sino el de los arreglos ad hoc con las fuerzas de poder que se benefician del orden de privilegios que hoy impera, incluyendo, por supuesto, la dimensión internacional, donde la presencia nacional se ha visto reducida a su mínima expresión.

Ahora, candidatos y partidos –en ese orden– se disponen a comenzar un nuevo ciclo electoral: tenemos nueva legislación electoral, pero el contexto, más allá del rejuego interno de los partidos, se ha venido complicando. En el 2012 estará presente algo que si bien no es nuevo sí ha adquirido fuerza y visibilidad en este sexenio: la acción de las bandas delincuenciales, que actúan para sí mismas o en apoyo a los grupos de poder que se disputan el control de los gobiernos en todos los niveles del Estado. No existe una verdadera defensa contra la potencial intromisión de estas bandas en las elecciones (a no ser la autovigilancia disciplinada de los partidos, lo cual está por verse), por muchos filtros que la autoridad electoral pueda imponer para fiscalizar los recursos. Los riesgos son obvios, pero éstos se agudizan ante la evidencia de que las denuncias, la información, sea utilizada como arma arrojadiza contra los adversarios políticos y no como una campaña de Estado para sanear el ambiente.

Como sea, al temor por la inseguridad personal –que no es nuevo– se suma el horror a la violencia que se ha desatado durante los tiempos de la guerra contra la delincuencia organizada. No es una cuestión menor, cuando se observa cómo en algunos estados (Guerrero) repunta la violencia política bajo la sombra de campañas legales, sin que los delitos jamás sean aclarados. La convivencia con la violencia tiene un efecto desmoralizador, más cuando la impunidad es la única certeza discernible. Y hay que decirlo, en algunas regiones se va configurando un clima de irritación que puede desembocar en acciones espontáneas de protesta que tiendan a sustituir la acción en la calle por el voto en las urnas.

A formar ese clima de intolerancia contribuye, a querer o no, la clausura de las válvulas de escape como la migración que en el pasado sirvieron para desahogar en parte el malestar acumulado de la población. Todos los días, contradiciendo al gobierno, se difunden datos ominosos sobre el empleo de los jóvenes que radiografían los puntos finos de la desigualdad, del fracaso escolar, del despilfarro de los recursos humanos del país, por no hablar de la miseria rural y urbana. México llega al 2011 dándole la espalda a su juventud, sin un planteamiento de futuro que le ayude a eludir el presente de frustración y pobreza que les legamos como herencia. Las cifras sobre el crecimiento económico se han convertido en materia de propaganda oficial, pero cualquiera sabe que la situación está sobredeterminada por lo que ocurra a Estados Unidos, que los grandes éxitos atribuibles al empeño nacional son reacciones reflejas a las pulsaciones de lo que allí acontece. No hay visión propia, imaginación, y sí simple dependencia que es aprovechada para fortalecer a los círculos oligárquicos a los que sirve el gobierno nacional. En el ánimo de no perder el pulso en la carrera presidencial, el gobierno panista se alista para cerrar fuerte haciendo todas las concesiones que pueda al gran capital trasnacional que hace fila para explotar la riqueza petrolera antes de culminar el proceso de privatización de la industria eléctrica, que está en su etapa más avanzada. Así que llegaremos al 2012 con un país menos fuerte e independiente.

El gobierno panista, siguiendo en esto a sus antecesores príistas, pasó por alto el proyecto constitucional de desarrollo que pretendía crear una economía mixta (privada y social) que fuera sustento de un estado de bienestar bajo el amparo de un Estado fuerte, suplantado por la noción liberal de darle preminencia al mercado como corazón de la vida nacional. En 2012, México tendrá que confrontarse con la realidad: la desigualdad no desaparece pero la polarización aumenta. La rectificación del rumbo exige grandes reformas que ya no pueden ser –sin la intervención de una fuerza autoritaria– la aplicación del programa neoliberal. La crisis política no es el desenlace fatal o inmediato de la situación, pero nos acercamos peligrosamente a las condiciones de estancamiento que favorecen las explosiones de descontento popular. Que eso no ocurra dependerá, en última instancia, de la claridad de la ciudadanía para distinguir entre la bruma cuál es el camino y de la claridad de los candidatos para asumir la excepcionalidad del momento.

El 2012 ya está a las puertas. ¿Actuarán los políticos de hoy como si fuera la última llamada o seguirán jugando a la democracia… sin ciudadanos?

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