Orlando Delgado Selley
MÉXICO, DF, 8 de abril (apro).- Nadie lo dudaba. Lo que en todo caso estaba en cuestión era el día en que el gobierno portugués pediría ayuda a sus socios europeos. Los mercados, es decir, los grandes inversionistas, los bancos alemanes, ingleses, españoles, y los propios bancos portugueses, lo sabían y por eso presionaron intensamente.
Las dificultades políticas del gobierno socialista de José Sócrates para aprobar su programa de austeridad aumentaron la prima de riesgo, encareciendo las nuevas emisiones de papel gubernamental, y eso llevó a que se anunciara el desenlace esperado. Los mercados impusieron de nuevo su voluntad y ganaron.
La decisión del gobierno provisional portugués de pedir recursos al Fondo Europeo para la Estabilidad Financiera (FEEF), los que por supuesto se entregarán relativamente pronto, implica que Portugal tendrá que comprometerse a un programa fiscal más duro que el que rechazó el Parlamento luso hace dos semanas.
Los opositores de derechas, que pudieran ser los ganadores en las próximas elecciones, antes de que alguien les pregunte ya han declarado que cumplirán puntualmente las exigencias. De modo que el castigo a la población será peor, pese al rechazo parlamentario.
Este terrible resultado para los portugueses cuestiona quién gobierna. ¿Aquellos a los que eligen los ciudadanos, o bien los acreedores y los gobiernos fuertes de la unión monetaria europea? Nadie duda cuál es la respuesta. Tampoco hay duda sobre quiénes son los perdedores y porque los verdaderos responsables de esta larga historia no han perdido. En el centro de este conflicto están los que toman decisiones en los bancos. Ellos han causado la crisis y los costos que han pagado son francamente menores.
Estallada la crisis, los bancos internacionales prestaron dinero a los gobiernos para que se hicieran cargo de las tareas de reconstrucción y rescate provocadas por el estallido de la burbuja inmobiliaria de 2007. Esos bancos internacionales pidieron dinero prestado en los mercados financieros para, a su vez, prestarles a los gobiernos. Frecuentemente ocurrió que el dinero que recibieron en préstamo estaba a un plazo menor al que le prestaban al gobierno griego, irlandés, portugués, español, italiano o belga. Se trataba de préstamos de corto y mediano plazos para prestar a largo plazo.
Las condiciones para que este negocio funcionara eran que hubiera diferenciales de tasa de interés que les permitieran utilidades, es decir, que si por ejemplo se prestaba a 5%, se tomaban recursos en los mercados a 2.5-3%, posibilitando un rendimiento de 2-2.5 puntos porcentuales. Otra condición era que los mercados contaran con recursos para volver a financiar a los bancos, es decir, si los bancos internacionales compraban bonos gubernamentales españoles a diez años, tomando préstamos a tres años, era indispensable que al vencimiento pudieran renovar los créditos fácilmente y en condiciones económicas similares.
La crisis hizo estallar esa certidumbre, generando condiciones cambiantes en las que los mercados “se secaban” y, en consecuencia, las tasas de interés aumentaban. La crisis de unos bancos llegó a otras instituciones de crédito. Naturalmente, en cada país los bancos dejaron de prestar. Su atención estaba centrada en poder cumplir con las obligaciones con sus acreedores. Si a esto se agregan las dificultades derivadas del rompimiento de la burbuja inmobiliaria, los impactos en el funcionamiento económico resultaron devastadores. Las empresas empezaron a reducir sus actividades, cientos de miles de personas fueron despedidas.
La existencia de estabilizadores automáticos, como el seguro por desempleo, impidió que la crisis se convirtiera en un desastre social. Esto tuvo un costo que pagaron los gobiernos. Para cumplir con esta obligación con los desempleados, los gobiernos emitieron deuda que colocaron en el mercado europeo. Los bancos que les prestaron eran los mismos que habían tenido problemas y a los que también habían dedicado recursos para evitar su quiebra.
El círculo se cerraba con un gobierno que se endeudó para proteger a su población y su sistema financiero, evitando la catástrofe. Esto se logró, pero el costo fue alto y todo mundo sabía que castigaría la situación financiera de los gobiernos durante un largo tiempo.
Se dijo, y se escribió en las resoluciones del G-20, en las reuniones del FMI y del Banco Mundial (BM), que había que mantener los estímulos fiscales hasta que la recuperación se consolidara. Sin embargo, antes de que ocurriera esa consolidación, empezó a plantearse que era urgente que los gobiernos corrigieran su situación financiera y que la Unión tenía metas de déficit que había que cumplir.
Los alemanes, que durante los primeros años del euro habían violado esa meta de un déficit fiscal equivalente a 3% del PIB, sin que nadie se atreviera a exigirles que cumplieran, demandaron que se presentara un plan para cumplirlo a más tardar en 2012.
La exigencia llevó a que el recién electo gobierno griego dijera que el gobierno conservador había mentido sobre el tamaño del déficit, alertando sobre las dificultades para cumplir con los compromisos de su deuda soberana. La historia siguiente ha sido escrita varias veces. Lo destacable es que las agencias calificadoras amenazaron con rebajar la nota de la deuda griega y con sus amenazas las tasas de interés aumentaron, complicando aún más la posibilidad de pagar la deuda, llevándoles a efectivamente rebajar esa calificación.
Alemanes y franceses se pusieron de acuerdo, luego de solventar sus contiendas electorales, y rescataron al gobierno griego a un costo elevado, tanto por el interés que exigieron por la ayuda como por la imposición de un duro ajuste de las finanzas públicas. Los bancos acreedores de Grecia, entre los que estaban los alemanes, ganaron, ya que se garantizó que su deuda sería pagada, pero además elevaron la tasa de interés pactada, lo que mejoró su rentabilidad.
Siguió Irlanda y ahora Portugal. Otra vez la disminución de la calificación de la deuda soberana y de la de los bancos portugueses, junto con la presión de todos los bancos acreedores y de los gobiernos de la Unión Europea, obligó al gobierno portugués a presentar en un año el cuarto programa de ajuste fiscal. Esos agentes lo aprobaron. No importó si el Parlamento ratificaría esa aprobación. Aplaudieron, pero los banqueros y las calificadoras siguieron presionando. El programa no podía ser aprobado en Portugal.
Lo sabían y aumentaron el premio exigido para los bonos gubernamentales. Ese premio rompió la barrera de 10% y obligó a que el gobierno provisional del primer ministro Sócrates, aún en funciones pese a haber renunciado, pidiera ayuda. La pregunta que sigue es: ¿Cuándo caerá España? El gobierno español y todos los medios españoles, así como los funcionarios financieros internacionales, anuncian que eso no es posible.
Advierten que el ataque a la deuda española sería un ataque al euro. Aseguran que España es muy grande para caer y también muy grande para ser rescatada. El punto no es este, como lo prueba la quiebra de Lehman Brothers, sino cuánto ganarían los grandes inversionistas si España cae.
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