Raúl Zibechi
Hace más de 20 años que Brasil no vivía una explosión de luchas obreras como la que se registró en marzo en las megaobras del Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC), el más ambicioso plan de modernización de la infraestructura desde la dictadura militar (1964-1985). Más de 80 mil obreros de la construcción civil se declararon en huelga luego de la rebelión de los que construyen la central hidroeléctrica de Jirau, en el estado de Rondonia, sobre el río Madera, en plena selva cerca de la frontera con Bolivia.
La tarde del 15 de marzo parte de los 20 mil trabajadores incendiaron las instalaciones de la multinacional brasileña Camargo Correa, quemaron entre 45 y 80 autobuses según las diversas fuentes, los dormitorios de los encargados e ingenieros, oficinas y cajeros automáticos. La revuelta de los peones, como ha sido bautizada, es una formidable respuesta a las miserables condiciones de trabajo y a la sobrexplotación que sufren los trabajadores. Llegan desde los más pobres rincones del país, sobre todo del noreste y el norte, muchas veces engañados por los gatos (contratistas intermediarios), que les pintan un panorama irreal.
Al llegar a Porto Velho, capital de Rondonia, ya están endeudados. Son trasladados a barracones superpoblados cerca de las obras, muchas veces deben dormir en colchones en el suelo, trabajan bajo presión porque las constructoras se comprometieron a terminar las obras en tiempo récord. Ganan apenas mil reales por mes (600 dólares), deben comprar los alimentos y las medicinas en comercios de las empresas a precios abusivos, pierden mucho tiempo haciendo largas filas a la hora del almuerzo y en los largos traslados de los dormitorios a las obras. Y sufren la prepotencia, y los golpes, de encargados y vigilantes en el aislamiento de la selva amazónica.
Por eso los colectivos que acompañan sus luchas dicen que fue una revuelta por la dignidad más que por el salario. Las empresas los tratan con el mismo desprecio que emplearon durante el régimen militar, cuando varias de ellas dieron los primeros pasos en la construcción de grandes obras en la Amazonia. Pero esta vez se encontraron frente a nuevas camadas de obreros, que tienen mayor autonomía, autoestima y formación que sus padres. No están dispuestos a tolerar la brutalidad de las multinacionales brasileñas, que ganan miles de millones, y violan la legislación ambiental y laboral en un acelerado proceso de acumulación de capital.
Días después de la revuelta en la central de Jirau, comenzó un huelga de los 17 mil obreros de San Antonio, la otra planta sobre el río Madera que construye un consorcio liderado por Odebrecht cerca de Porto Velho, a unos 150 kilómetros de Jirau. También se lanzaron a la huelga los 20 mil trabajadores de la refinería Abreu e Lima en Pernambuco, otros 14 mil en la petroquímica Suape en la misma ciudad, y 5 mil en Pecém, en Ceará, todas obras del PAC. En total, unos 80 mil obreros pusieron en negro sobre blanco las contradicciones del ambicioso proyecto de convertir a Brasil en potencia global.
En las grandes obras del PAC las muertes en el trabajo superan el promedio mundial pese a que las construyen empresas multinacionales. La construcción civil brasileña tiene una tasa de 23.8 muertos por cada 100 mil empleados, y las obras del PAC, de 19.7. En Estados Unidos es de 10 por 100 mil, en España de 10.6 y en Canadá de 8.7. La cifra es demasiado alta aunque las grandes constructoras tienen tecnología suficiente para proteger a los trabajadores. En las obras de Jirau y San Antonio se ha denunciado la existencia de epidemias expandidas por el clima y las agotadoras jornadas de trabajo.
La reacción del gobierno de Dilma Rousseff fue enviar 600 policías militares e instar a las empresas a negociar mejores condiciones de trabajo. Brasil necesita incrementar la producción de energía eléctrica, como sucede con todos los países emergentes. La planta de Jirau producirá 3 mil 350 MW y San Antonio 3 mil 150 MW. El objetivo es aumentar en 65 por ciento el aprovechamiento de los ríos amazónicos. El Plan Nacional de Energía se propone alcanzar los 126 mil MW de hidroelectricidad, frente a los actuales 75 mil 500 MW que producen las represas, lo que supone duplicar el potencial hidroeléctrico en las cuencas del Amazonas y el Tocantins.
Es imposible alcanzar esas metass sin generar un terremoto social entre los obreros de la construcción y en las poblaciones amazónicas. Desde que se iniciaron las obras, hace dos años, en Porto Velho la población creció 12 por ciento, la malaria 63 por ciento, los homicidios 44 por ciento y los abusos a menores 76 por ciento (por la difusión de la prostitución, según la Pastoral del Migrante de Rondonia). En septiembre de 2009 el Ministerio de Trabajo liberó a 38 personas que trabajaban en situación de esclavitud y en junio de 2010 constató 330 infracciones en la obra de Jirau.
Los empresarios y los sindicatos coincidieron en que no hay líderes, no hay con quién negociar. Las grandes centrales, CUT y Força Sindical, tienen problemas para disciplinar a tantos trabajadores concentrados en grandes obras. Más de 20 días después de la revuelta la obra de Jirau sigue paralizada y los destrozos están lejos de haber sido reparados. En las demás obras las empresas concedieron pequeños aumentos y algunas mejoras en la alimentación, aunque los movimientos que apoyan a los obreros (sin tierra, afectados por las represas, indígenas) han dicho que esta película recién empieza.
En efecto, aún faltan las grandes obras para la Copa del Mundo de 2014 y las Olimpiadas de 2016, además de la gigantesca central de Belo Monte, también en la región amazónica, entre las más destacadas. Aunque la revuelta obrera de Jirau no es la primera, el año pasado hubo otra de menor intensidad en San Antonio, ha sido la más potente y la que mayor impacto tuvo en la joven clase obrera de la construcción. Desde muy abajo, una camada de trabajadores está enviando un potente mensaje: no se puede construir el Brasil potencia sobre las espaldas de los oprimidos.
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