Ilán Semo
San José, la capital de Costa Rica, es una ciudad ecuánime. Rodeada de montañas cargadas de vegetación, todavía da la sensación de una urbe íntima que no se ha rendido frente a su caos. En el costumbrismo de las crónicas del siglo XIX, se le describe como pintoresca. Hoy este equilibrio es anunciado como un confín ecológico, un raro lujo que atrae a los turistas. Lo paradójico de los sueños del progreso es que los lujos de principios del siglo XXI son las banalidades del siglo XVIII. Lujo es hoy respirar aire no contaminado, vivir alejado del estruendo, salir a caminar sin que aceche el peligro, la comida orgánica, habitar recintos verdes, convivir simplemente con la naturaleza. Hace 200 años todo eso era gratis (y se le entendía como una vida poco civilizada).
Lo excepcional de San José es que aquí no pasa nada excepcional. Y cuando sucede existe una cultura civil que se encarga de banalizarlo. El encabezado de La Nación del 20 de mayo, uno de los periódicos de mayor circulación, muestra apego a su moderación: Paralizado, el caso de los mexicanos. La historia se remonta a octubre de 2010, cuando una avioneta que sobrevolaba San José se desplomó en un barrio populoso. Las únicas víctimas fueron quienes volaban en el aparato. Un piloto guatemalteco, que murió, y dos mexicanos que transportaban una carga de 178 kilogramos de cocaína. Ambos quedaron gravemente heridos. Las autoridades policiacas los condujeron a un hospital donde tardaron tres meses en recuperarse. Siguió un juicio mientras estaban en prisión. La juez penal de Cavas, Katia Jiménez Fernández, abogada desde los 23 años, emitió la sentencia que otorgó arresto domiciliario a los dos criminales. Se olvida con frecuencia que los paralajes de la violencia comienzan en el lenguaje mismo. En la prensa mexicana, imagino, la noticia habría sido distinta. Los culpables habrían sido sentenciados o condenados u obligados a cumplir el castigo. En Costa Rica, al parecer, la sentencia es un derecho, no una imposición.
Al leer el veredicto, uno puede dejar de conjeturar, desprovisto de toda inocencia, de que la juez fue objeto de alguna presión o chantaje. La pena es nimia. Pero nadie lo ve así aquí. Su decisión es soberana y al parecer está fuera de duda. Y en rigor, si se reflexiona detenidamente, transportar droga es un delito menor. En Costa Rica ya fue depuesto un mandatario por sostener relaciones con los cárteles.
El problema para la magistrada residía ahora en que algunos vecinos de la colonia donde el abogado de los narcos había rentado una casa se habían amarrado a las rejas del inmueble en protesta no contra el veredicto, sino en contra de que se cumpliera la sentencia en su vecindario. Simplemente sentían que peligraban con la sola presencia de los narcotraficantes.
En pocas palabras, la extraña suma entre cierto equilibrio jurídico y la acción ciudadana pueden redundar en la pena más eficiente que puede promulgar una sociedad contra un criminal: persona radicalmente non grata. Despojada de cualquier posibilidad de habitar y convivir en esa sociedad. Era la tercera casa que el abogado intentaba sin éxito rentar. Los propietarios de las dos anteriores habían rescindido los contratos al enterarse de que se trataba de narcotraficantes.
Tal vez no es casual que Costa Rica cuente, a pesar de todas sus historias ocultas, con uno de los menores índices de criminalidad. Parece un idilio, y realmente no lo es. Costa Rica enfrenta los mismos problemas que las sociedades latinoamericanas, sólo que no en el rubro de la violencia.
El caso digamos contrario a la política que rige actualmente al Estado mexicano. La demanda de Javier Sicilia de que renuncie Genaro García Luna, secretario de Seguridad, ha causado ya algunas reacciones. La (no tan) esperada respuesta del Poder Ejecutivo fue la defensa del funcionario. Pero lo sintomático (y frustrante) es el argumento de la respuesta. La eficiencia de García Luna debería medirse por el hecho de que en su gestión vio crecer a la policía federal de 6 mil miembros a más de 35 mil activos. El más antiguo de los axiomas en la lucha contra la delincuencia social es bien conocido: mientras más se arme el Estado, más se arman los criminales. Si la estrategia consiste en transformar al Estado en un orden esencialmente policiaco, se trata de un ejercicio destinado a proliferar la guerra misma. Un Estado incapaz de fomentar lo que la propia propaganda oficial ha llamado el tejido social se refugia inevitablemente en las trincheras de su propia violencia.
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