La Jornada
La gira que el presidente iraní, Mahmud Ajmadineyad, realiza por cuatro naciones latinoamericanas –Venezuela, Nicaragua, Cuba y Ecuador– constituye un abierto desafío de los gobiernos anfitriones a la advertencia emitida el pasado viernes por Washington, por conducto de la vocera del Departamento de Estado, Victtoria Nuland, en el sentido de que las naciones de la región deben abstenerse de profundizar sus vínculos con la república islámica. Significativamente, en vísperas del periplo de Ahmadinejad, el gobierno estadunidense declaró persona no grata a la cónsul general de Venezuela en Miami, Livia Acosta Noguera, y ordenó su inmediata expulsión del país. En un reportaje de la cadena Univisión, que fue recibido con escepticismo por la mayor parte de la opinión pública del país vecino, la diplomática venezolana había sido señalada recientemente por su supuesta participación en un complot iraní para cometer atentados en Washington.
La animadversión de la Casa Blanca y de sus aliados regionales –particularmente los gobiernos colombiano y mexicano– contra Teherán no está relacionada con el tema de los derechos humanos, cuya situación es tan criticable en Irán como en Estados Unidos, Colombia y México; tampoco parece haber sustancia en los alegatos de que la nación persa promueve acciones terroristas; la razón real del enojo es la determinación de la república islámica de ejercer su independencia en todas las áreas, incluido el desarrollo de tecnología nuclear que podría tener derivaciones militares. Aun si fuera cierta la acusación de que los gobernantes iraníes pretenden fabricar bombas atómicas, tal actitud, si bien lamentable y alarmante desde la perspectiva de la proliferación nuclear, sería la consecuencia natural del agresivo injerencismo militar estadunidense en Medio Oriente y de la doble moral de Occidente ante el proceso armamentista que llevó a Israel a hacerse de un arsenal nuclear sin que nadie en Estados Unidos o Europa hiciera nada por detenerlo.
Si se dejan de lado tales factores, el acercamiento entre Irán y diversos gobiernos latinoamericanos de signo progresista y latinoamericanista resulta lógico y positivo. Lo anterior es particularmente cierto en el caso de Venezuela, por las obvias similitudes entre ambos países: exportadores de petróleo, empeñados en impulsar tecnologías propias y, sobre todo, acosados por un poder imperial que no se resigna a la pérdida histórica de dos naciones sobre las cuales, de una u otra forma, ejercía un control político evidente.
Han fracasado hasta ahora los intentos de diversos funcionarios de Washington y de algunos de sus aliados continentales por fabricar un supuesto eje del mal entre Teherán y Caracas, supuestamente dedicado a promover el terrorismo en la región y a emplearla como trampolín para una escalada contra Estados Unidos. Sin embargo, lo que hay entre las repúblicas islámica y bolivariana está a la vista: acuerdos y programas de cooperación en materia petrolera, tecnológica y militar, todos legítimos. Lo mismo puede decirse de las relaciones de Irán con Cuba, Nicaragua y Ecuador: se trata de vínculos de colaboración entre estados soberanos que en nada afectan la seguridad del gobierno de Washington.
El malestar de la superpotencia ante la visita de Ajmadineyad a tierras americanas se explica, pues, por la doble ruptura regional sufrida por su hegemonía: la que experimentó en el golfo Pérsico a consecuencia de la revolución islámica de 1979, y la que ha ha ido sufriendo en América Latina con el surgimiento de gobiernos que, con distintos matices y actitudes –la argentina de los Kirchner-Fernández, el Brasil de Lula-Rousseff, la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Rafael Correa, la Venezuela de Hugo Chávez–, han resuelto hacer realidad el principio de soberanía y han emprendido un realineamiento regional sin precedentes, que busca la integración latinoamericana con superación de la miseria y las desigualdades sociales.
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