Guillermo Almeyra
La gravísima crisis que sacude a la Unión Europea, los problemas políticos que enfrenta Barack Obama en Estados Unidos y la discusión en la dirección del Partido Comunista de China y del gobierno de ese país sobre cuál rumbo seguir en la tormenta económica mundial, sacaron del primer plano de los acontecimientos mundiales el análisis de las continuas derrotas imperialistas en el Cercano Oriente.
De allí Washington tuvo que retirar tropas de Irak –que está hundido en el caos– y ha perdido la guerra de Afganistán, donde está negociando con los talibanes; además, se deterioran rápidamente sus relaciones con Pakistán, que antes era su marioneta. Y en ambos casos la posición de Irán –que tiene fronteras con Irak y con Afganistán– se ha reforzado social y políticamente.
El Departamento de Estado, antes de la primavera árabe, se apoyaba en la dictadura de Ben Alí en Túnez, en la monarquía de Marruecos, en la colaboración estrecha del régimen de Muammar Kadafi en Libia, en la dictadura en Egipto de Hosni Mubarak y en la sangrienta dictadura tribal yemenita del general Alí Abdalla Saleh, así como en los emires y sultanes de la península árabe. Había establecido así un cerco de acero que controlaba estrechamente los bordes del Mediterráneo y la zona del Golfo Pérsico y, por consiguiente, aseguraba su abastecimiento en combustibles fósiles y amenazaba el de sus competidores europeos. Su casamata, Israel, estaba defendida por los sátrapas árabes proimperialistas –los Kadafi, los Ben Ali, los Mubarak– y por la alianza militar con Turquía y la estabilidad del gobierno conservador sirio de Bachir Assad, el heredero de Hafez Assad que luchó contra el Irak de Saddam Hussein y contra la revolución palestina. Hasta hace un año el único punto negro para Estados Unidos en ese cuadro era el régimen de los mulás iraníes.
Turquía, hoy, se opone a Israel y apoya a los nuevos gobiernos resultantes de la primavera árabe, que a su vez apoyan a los palestinos, los cuales se unieron y tienen lazos con el Hezbolá libanés pro iraní. Y lo que pasó en las riberas del Mediterráneo derribó la dictadura yemenita, dejó una situación absolutamente incierta en Túnez, Libia y Egipto y obligó a reformas en las monarquías del Golfo, incluso entre los salafíes sauditas.
El Partido Baas, muy debilitado en Irak, también lo está en su otra ala tradicional y opuesta, la de Siria, antes aliada a Washington. Ese partido proclamaba el laicismo y el panarabismo (su fundador fue el cristiano libanés Michel Aflak) y buscaba una modernización burguesa de las sociedades árabes, atribuyendo al Estado la sustitución de una burguesía nacional que no existía sino en germen. Formaba parte de aquella derecha del nacionalismo árabe que, en sus mejores momentos, gobernó Argelia, el Egipto de Nasser, Yemen del Sur, y que hoy ya no existe.
El vacío que dejó ese nacionalismo es llenado ahora por nuevas fuerzas sociales, políticas e ideológicas. Los ignorantes en Europa y Estados Unidos temen el progreso en toda la zona de un Islam sectario y duro, salafista (al mismo tiempo que están aliados con los emires feudales y con los saudíes) y creen que Internet es todopoderoso. Pero en el mundo árabe la cultura no se puede separar del Islam. La uma’a es la vez la unidad de los creyentes y la unidad nacional. Es lógico que incluso los sectores urbanos pobres, que son la inmensa mayoría en las ciudades, y no sólo los campesinos, recurran a esa cultura (que es también religión), del mismo modo que en vastos sectores de América Latina los campesinos y otros sectores pobres siguieron la teología de la liberación o se unieron a confesiones evangélicas o cultos esotéricos para oponerse a sus explotadores.
Las masas árabes pobres, sunitas o chiítas, del Magreb (Norte de Africa) o del Machrek (Asia), dan una interpretación democrática y justiciera a un Islam que, en sus orígenes, era igualitario y no diferenciaba entre un esclavo, un camellero o un emir. No apoyan al salafismo sino una versión turca y moderada. Y se agarran de la religión, como expresión social, para crear un vasto movimiento democrático y multifacético en el cual, sin duda, se mueven también agentes y provocadores impero, pero que es muy desestabilizador para Estados Unidos y para Israel.
La primavera árabe, como la primavera de los pueblos del 1848 europeo, es democrática y nacionalista, y en algunos lugares más avanzados (Egipto, Túnez) tiene incluso núcleos obreros anticapitalistas. Es una revolución que surgió en las ciudades gracias a la generalización de la educación y de la información y la cibernética, pero su capacidad de decisión no viene de Internet sino que se amasó mediante el teléfono árabe, de boca a boca y, sobre todo, en las reuniones masivas, enormes, de los viernes en las mezquitas. Su dirección es de clase media y su expresión religiosa, pero su base es campesina y obrera, su dinámica es antimperialista y sabe que el capitalismo sólo significa para el mundo árabe sumisión colonial, dependencia, desocupación. Además, es un proceso único, contagioso, y no algo local, libio, tunecino, libanés, sirio. Los regímenes autoritarios y religiosos minoritarios, como el de los alauitas Assad, en Siria, no pueden sostenerse ya sólo con la violencia. Éste ahora enfrenta una revolución democrática que recibe la influencia continua de la del norte de África y del Islam turco. Tendrá que hacer concesiones.
Si Israel o Washington atacasen a Irán aumentarán brutalmente sus contradicciones con Rusia, China y Alemania (grandes clientes de Teherán) y, sobre todo, avivarían el fuego de la revolución democrática y antimperialista árabe. Salvo que un sector israelí y estadunidense enloquecido esté dispuesto a pagar el precio de una situación ingobernable y hasta de una guerra atómica, se puede apostar a que el establishment en Washington está sopesando los riesgos de sus aventuras.
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