sábado, enero 07, 2012

Postales del cambio

Ilán Semo

No somos anti-sistema. El sistema es anti-nosotros. Lo que el movimiento de los Indignados –que se inicia en España en marzo de 2011– trae a la política no es una novedad. El descontento extraparlamentario ha existido desde que hay parlamentos. Trae consigo algo que se extrañaba en la última década: un aire de sensatez. La idea de que el centro de lo político no es el consenso, sino la diferencia; no la negociación, sino la voluntad de valorar las antípodas que nos constituyen. Bajo el hábitat de la democracia liberal se crea un vacío casi maquínico (al menos abstracto) entre el horizonte de expectativas y el principio de realidad: el individuo se satura de su individualidad, encuentra en ella, una y una vez más, un círculo del fracaso.

Si ocupa plazas, parques y avenidas durante días y días es para reiterar que en la sociedad que cree en la capacidad inagotable del performance retórico para atraer la indiferencia, la producción de presencia (Gumbrecht dixit) es el método de la epifanía civil. En la era digital, la calle se revela, una vez más, como el teatro mayor de la acción pública. Pero la acción (política) se entiende ya no como un acto para doblegar o imponer (conclusiones) al otro, sino para desconcertarlo, es decir, para transformarlo. El problema consiste no en cómo luchar por los valores y las demandas propias, sino en cómo invertir los valores. El dilema no es derrotar al enemigo (no hay enemigo, sólo hay sistema, dice una pancarta en Sevilla, sino desmoralizar la moral de quien habla de enemigo).

Rebeldes sin casa. Los que ocupan las plazas de Madrid, Nueva York y San Diego representan, en su mayoría, los números rojos de los saldos de una crisis (la de 2008) que abate el idilio moderno que equipara una vida exitosa con la propiedad de una casa. El hecho es simple: ahí donde el único territorio plausible capaz de albergar al (advenedizo) sentimiento de serenidad es mi casa, la dialéctica bancaria (y la implosión hipotecaria) desterritorializan cualquier retórica de la promesa. Ya no es la vanguardia del proletariado la que se manifiesta, es la clase media (ex) residencial. Hasta la fecha, en España han sido incautadas (aproximadamente) 7 millones de propiedades, y en Estados Unidos más de ¡3 millones! “No home , no American dream”, dice una leyenda en Wall Street.

El último lugar del tiempo, ahí donde anidan la utopía familiar, las autopromesas del bienestar, ha quedado cuarteado, prácticamente mutilado. La antidinámica del capitalismo ha devenido un colapso político-emocional; el metabolismo mismo que hacía de los temporales sociales y económicos algo llevadero, entró en recesión.

Democracia, me gustas porque estás como ausente. En Palo Alto, la pequeña ciudad que alberga a la universidad de Stanford, donde creció y vivió Steven Jobs, Ocupa conciencias moviliza a la multiplicidad. No representa, técnicamente hablando, un movimiento: es un encuentro de soledades, de lo inasociable.

En este encuentro del desencuentro, hay un método elemental: gente que se reúne en una plaza a expresar, cada quien desde su individualidad, las razones muy particulares que lo indignan. Algunos, con trajes impecables, hablan sobre el empleo que perdieron. Otros sobre la corrupción política. Una hija estalla contra su madre. El trabajador mexicano ilegal relata que han pasado siete años sin ver a su familia. Un veterano de la guerra de Irak, con uniforme militar, estalla contra las injusticias de la paz. Si le preguntas a cinco personas reunidas aquí, escribe Heather Children de FoxNews, obtienes cinco respuestas distintas. Ni en los mejores momentos del Situacionismo de los años 60 nadie pudo imaginar una versión más eficaz de la acción directa. Y lo que desespera al establishment y a los teóricos de la izquierda, es la lúcida terquedad para no elaborar un programa mínimo, ni contar con representantes, ni admitir el ascenso de líderes y voceros.

Acaso se trata de la primera forma antihermenéutica de acción social. Deleuze intuyó alguna vez que sólo un cuerpo-sin-órganos podía sacar al sistema de quicio. Porque no es el contra enunciado lo que desencanta al argumento, es la fuerza de un arrastre que, por multivocal, no tiene voz.

Cuando nadie puede ser el portador del futuro, lo mejor es callarse. La democracia liberal deliberativa simplemente no tiene herramientas para hacer frente a esta dislocación. Mis sueños no caben en las urnas es el emblema en Madrid. La lejanía entre la sociedad política y el ciudadano desprovisto ya de los atributos de la ciudadanía se antoja abismal.

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