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JUICIO-SHOW
Mi padre conocía profundamente el nacionalismo árabe de la segunda mitad del siglo xx. Entendía cómo pensaban los tiranos, déspotas y mequetrefes que oprimían a las masas desde el norte de África hasta el último rincón de la península arábiga. Pero entre todos los sátrapas, reyes de hojalata y pelmazos enturbantados, mi padre guardaba un lugar especial de su desprecio a un matón particularmente sanguinario y ambicioso: Saddam Hussein, un asesino que la cia reconoció como un útil aliado desde 1959 (cuando fracasó de manera apabullante en la misión de asesinar al primer ministro izquierdista, Abdel Karim Kassem) hasta la Primera guerra del Golfo en 1991. Hussein era usado con la misma actitud pragmática e inmoral con que hoy el gobierno de Bush justifica la tortura. Independientemente de las incontables anécdotas de las personas que torturó y mató con sus propias manos, y de las masacres ampliamente documentadas que ordenó en contra de sus enemigos reales e imaginarios, sería suficiente argumento para mandar al patíbulo a cualquier líder el hecho de haber lanzado una guerra genocida contra Irán, en 1980, en gran medida para servir a los intereses de la Casa Blanca. Hay una ironía shakespeariana en el hecho de que sus viejos cómplices (o los hijos, herederos y descendientes de los mismos) lo condenaron a la horca en un juicio digno de otras pantomimas espectaculares, como el juicio de O. J. Simpson y el de Michael Jackson.
IDEAS NUEVAS
La fabulosamente oportuna condena de Hussein (el fin de semana antes de las elecciones para el Congreso y el Senado en Estados Unidos) no sirvió a los esfuerzos electorales republicanos. Por el contrario, quedo expuesto el fraude de un veredicto dictado por Washington. Pero es importante señalar la indecencia de condenar a un hombre (a cualquier clase de hombre) a muerte a cambio de un puñado de votos. La paradoja es que a los pocos días de la condena de Hussein, su ex socio y secretario de la defensa, Donald Rumsfeld, también fue desechado (una semana antes Bush había asegurado que estaba haciendo un trabajo estupendo y que no lo despediría). Bush pudo haber corrido a su controversial secretario antes, pero nuevamente le falló el cálculo a su genio de bolsillo Karl Rove, así que el tardío despido no hizo más que enfatizar el colapso del partido republicano. Por tanto, Bush se vio obligado a cambiar su discurso, a aceptar que su grotesca guerra "no está resultando satisfactoria" y a olvidar su rosada visión de un gobierno democrático de Irak a cambio de uno "que pueda defenderse, gobernar y sostenerse a sí mismo" (8/xi/2006). Nada mejor para traer ideas nuevas a esta carnicería que reciclar la perspectiva decrépita de James Baker y de Robert Gates, dos amigos de la familia y empleados de papá Bush. No vale la pena mencionar las aterradoras implicaciones psicoanalíticas de que Bush júnior haya llevado a Irak a esta destrucción únicamente para "ganarle a su papá", quien en su momento no osó derrocar a Hussein.
IMPRESIONADOS Y ALENTADOS
Buena parte de la prensa estadunidense que apoyó la guerra y la ocupación, busca justificar la ocupación al señalar cosas "positivas" como: "las tres elecciones democráticas que han tenido lugar en Irak (enero, octubre y diciembre de 2005)". Aunque, como señala el corresponsal del New York Times y ex apologista del gobierno de Bush, John Burns: éstas tan sólo "endurecieron las divisiones étnicas y religiosas", pero le faltó señalar que llevaron al poder a fanáticos corruptos que han aprovechado sus puestos para emprender campañas de limpieza étnica. Pero el campeón del delirio alucinado es sin duda el primer ministro israelí, Ehud Olmert, quien declaró en su visita a la Casa Blanca (13/xi/2006): "Nosotros en el Oriente próximo hemos seguido la política estadunidense en Irak durante mucho tiempo y estamos muy impresionados y alentados por la estabilidad que la gran operación estadunidense en Irak trajo al Oriente próximo." Esta afirmación candorosa demuestra que la derecha israelí es de los pocos beneficiarios de esta tragedia.
VENGANZA
Mi padre no creía en la pena capital, pero quizás durante los años ochenta la idea de ejecutar a Saddam no le hubiera parecido del todo una mala idea. La condena de Hussein no traerá paz, estabilidad ni alivio a Irak. Basta ver que la violencia ha seguido en un brutal crescendo de destrucción y muerte indiscriminada. Hoy colgar a Hussein es sólo otro asesinato, una venganza más en un país que ya no puede seguir soportando más ajustes de cuentas y que se desangra sin remedio.
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