Un intelectual mas que no asume su posición activa. Su oficio lo hace desde el escritorio.
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Jorge Volpi
Conforme se agravan los conflictos sociales y políticos que sacuden los últimos días del sexenio de Vicente Fox, son cada vez más numerosos los comentaristas que traen a la memoria las turbulentas postrimerías del gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Igual que Fox, en 1993 Salinas había anunciado una tersa transmisión del poder –encabezada por el dócil Luis Donaldo Colosio–, la cual habría de conjurar la maldición según la cual todos los gobiernos mexicanos debían acabar sumidos en una profunda crisis. Enfebrecido por la ratificación del Tratado de Libre Comercio y por su insólita popularidad, Salinas no supo leer los signos que anunciaban su debacle: los primeros escarceos entre la guerrilla y el ejército en Chiapas, la insatisfacción de la clase política, el descontento cultivado por la población detrás de los fastos y la autocomplacencia del régimen.
Aunque las diferencias entre Salinas, el príncipe autoritario, y Fox, el demócrata optimista, son abismales, los emparienta la misma soberbia: amparados en sus respectivos logros económicos, los dos se empeñaron en camuflar la realidad –en olvidarse de los hechos y refugiarse en sus mundos ideales–, y a la postre se convirtieron en atónitos y desesperados testigos del derrumbe de sus éxitos y la destrucción de su legado. A raíz del alzamiento zapatista y del asesinato de Colosio, Salinas se convirtió en el villano por antonomasia y su obsesión con hacer de México una potencia económica quedó sepultada en el olvido; Fox enfrenta un futuro semejante: el “primer gobierno democrático” del país ha quedado fatalmente ensombrecido por las elecciones de julio y por el caos oaxaqueño, y quién sabe si en su caso podrá desprenderse de estos fardos.
Pero, mientras Fox espera afanosamente el momento de entregar el poder, otras figuras se aprestan a ocupar el primer plano de la vida política: Felipe Calderón, quien hasta ahora ha sido incapaz de mostrar su verdadero carácter, y Andrés Manuel López Obrador, el cual después de sufrir serios reveses políticos habrá de reaparecer para cumplir su promesa de agriar el gobierno de su rival. Una vez que Fox se haya marchado, México tendrá que arreglárselas con estos dos personajes, cuyas posiciones encarnan las vertientes más opuestas de nuestra sociedad. Calderón asumirá el puesto con una legitimidad mínima, sólo acrecentada por los desatinos y excesos de López Obrador; éste, por su parte, se halla metido en su propia trampa, obligado a proseguir con su estrategia maximalista aun al costo de restarle cada vez más apoyos a su causa.
En este escenario, vuelve a aparecer como modelo para la izquierda la figura de Cuauhtémoc Cárdenas. Por más que la figura del ingeniero –como lo llaman sus cercanos– parezca representar todo lo contrario de López Obrador, el PRD y sus aliados no deberían olvidar su ejemplo a la hora de lidiar con gobiernos mucho más autoritarios y violentos que el de Calderón. Tras el gran fraude electoral de 1988, Cárdenas no radicalizó las protestas de sus seguidores, como ha hecho López Obrador, sino que, sin jamás renunciar a los principios que animaron su candidatura, tomó el camino de una oposición directa, nada complaciente, pero siempre respetuosa del marco legal. Gracias a esta toma de posición, firme pero serena (aunque muchos ahora la consideren taimada o pusilánime) es que pudo nacer y crecer el PRD y, de hecho, estar cerca de ganar las elecciones de este año.
Durante todo su gobierno, Salinas no cesó de hostigar a Cárdenas y al PRD de todas las maneras posibles; decenas de militantes de este partido fueron asesinados en esos años y la izquierda fue víctima de todo tipo de atropellos para restarle fuerza y votos. Y aún así, pese a tener a todo el régimen en contra, Cárdenas fue capaz de ganar las elecciones para Jefe de Gobierno de la Ciudad de México en 1991. Quizás no fuese un gobernante tan carismático ni tan arrebatador como López Obrador, pero retiene el mérito de haber encabezado la primera administración de izquierda del país. Cárdenas todavía fue candidato del PRD en dos ocasiones más, pero tras su derrota en el año 2000 se hizo evidente que su carrera política había llegado a su cenit y que era tiempo de dejar que otros ocupasen su sitio. A Cárdenas le costó un gran esfuerzo hacerse a un lado para permitir el ascenso de López Obrador.
No obstante, no hay que pensar que la oposición de Cárdenas al nuevo líder perredista se debió sólo a este desplazamiento forzoso. Como dejó claro en la carta que envió a Elena Poniatowska hace unas semanas, sus diferencias políticas con López Obrador abarcaban todos los órdenes, aunque a mi modo de ver se trató esencialmente de una confrontación de estilos. A Cárdenas se le ha acusado de ser demasiado sobrio, frío, impasible; justo lo contrario de un López Obrador temperamental, cálido y atrabiliario. Uno representa el lado apolíneo de la izquierda mexicana, el otro el dionisíaco. Y sin embargo, en estos momentos de polarización extrema de la sociedad, de conflictos interminables, de incertidumbre y desazón, me parece que la izquierda mexicana necesitaría reincorporar en su programa la sensatez de Cárdenas frente a la pasión desbordada de López Obrador.
Aunque ahora muchos parezcan haberlo olvidado, el frente de izquierda encabezado por el PRD es la segunda fuerza política del país. Cuenta con decenas de diputados y senadores en el Congreso de la Unión, así como con el control de distintos estados, incluido el Distrito Federal. Resultaría no sólo irresponsable sino absurdo no aprovechar esta fuerza institucional para llevar a cabo esas transformaciones indispensables –por ejemplo, en materia electoral– que México requiere para que no se repitan unas elecciones como las del 2006. Ahora, en medio de los llamados a la resistencia civil y cuando López Obrador ha tomado posesión como “presidente legítimo” en una asamblea pública –un punto de no retorno en su radicalización–, resulta indispensable que los sectores más moderados del PRD hagan valer su peso específico. Por más que ahora sea visto como una especie de traidor, en realidad lo más deseable sería que los militantes del PRD recuperasen la frialdad y la sensatez de Cuauhtémoc Cárdenas. Sólo ellas les permitirán recuperar el control del partido, influir de manera decisiva en la agenda política del país y, a la larga, tener posibilidades de ganar las elecciones legislativas del 2009 y las presidenciales del 2012. ?
jvolpi@gmail.com
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Jorge Volpi
Conforme se agravan los conflictos sociales y políticos que sacuden los últimos días del sexenio de Vicente Fox, son cada vez más numerosos los comentaristas que traen a la memoria las turbulentas postrimerías del gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Igual que Fox, en 1993 Salinas había anunciado una tersa transmisión del poder –encabezada por el dócil Luis Donaldo Colosio–, la cual habría de conjurar la maldición según la cual todos los gobiernos mexicanos debían acabar sumidos en una profunda crisis. Enfebrecido por la ratificación del Tratado de Libre Comercio y por su insólita popularidad, Salinas no supo leer los signos que anunciaban su debacle: los primeros escarceos entre la guerrilla y el ejército en Chiapas, la insatisfacción de la clase política, el descontento cultivado por la población detrás de los fastos y la autocomplacencia del régimen.
Aunque las diferencias entre Salinas, el príncipe autoritario, y Fox, el demócrata optimista, son abismales, los emparienta la misma soberbia: amparados en sus respectivos logros económicos, los dos se empeñaron en camuflar la realidad –en olvidarse de los hechos y refugiarse en sus mundos ideales–, y a la postre se convirtieron en atónitos y desesperados testigos del derrumbe de sus éxitos y la destrucción de su legado. A raíz del alzamiento zapatista y del asesinato de Colosio, Salinas se convirtió en el villano por antonomasia y su obsesión con hacer de México una potencia económica quedó sepultada en el olvido; Fox enfrenta un futuro semejante: el “primer gobierno democrático” del país ha quedado fatalmente ensombrecido por las elecciones de julio y por el caos oaxaqueño, y quién sabe si en su caso podrá desprenderse de estos fardos.
Pero, mientras Fox espera afanosamente el momento de entregar el poder, otras figuras se aprestan a ocupar el primer plano de la vida política: Felipe Calderón, quien hasta ahora ha sido incapaz de mostrar su verdadero carácter, y Andrés Manuel López Obrador, el cual después de sufrir serios reveses políticos habrá de reaparecer para cumplir su promesa de agriar el gobierno de su rival. Una vez que Fox se haya marchado, México tendrá que arreglárselas con estos dos personajes, cuyas posiciones encarnan las vertientes más opuestas de nuestra sociedad. Calderón asumirá el puesto con una legitimidad mínima, sólo acrecentada por los desatinos y excesos de López Obrador; éste, por su parte, se halla metido en su propia trampa, obligado a proseguir con su estrategia maximalista aun al costo de restarle cada vez más apoyos a su causa.
En este escenario, vuelve a aparecer como modelo para la izquierda la figura de Cuauhtémoc Cárdenas. Por más que la figura del ingeniero –como lo llaman sus cercanos– parezca representar todo lo contrario de López Obrador, el PRD y sus aliados no deberían olvidar su ejemplo a la hora de lidiar con gobiernos mucho más autoritarios y violentos que el de Calderón. Tras el gran fraude electoral de 1988, Cárdenas no radicalizó las protestas de sus seguidores, como ha hecho López Obrador, sino que, sin jamás renunciar a los principios que animaron su candidatura, tomó el camino de una oposición directa, nada complaciente, pero siempre respetuosa del marco legal. Gracias a esta toma de posición, firme pero serena (aunque muchos ahora la consideren taimada o pusilánime) es que pudo nacer y crecer el PRD y, de hecho, estar cerca de ganar las elecciones de este año.
Durante todo su gobierno, Salinas no cesó de hostigar a Cárdenas y al PRD de todas las maneras posibles; decenas de militantes de este partido fueron asesinados en esos años y la izquierda fue víctima de todo tipo de atropellos para restarle fuerza y votos. Y aún así, pese a tener a todo el régimen en contra, Cárdenas fue capaz de ganar las elecciones para Jefe de Gobierno de la Ciudad de México en 1991. Quizás no fuese un gobernante tan carismático ni tan arrebatador como López Obrador, pero retiene el mérito de haber encabezado la primera administración de izquierda del país. Cárdenas todavía fue candidato del PRD en dos ocasiones más, pero tras su derrota en el año 2000 se hizo evidente que su carrera política había llegado a su cenit y que era tiempo de dejar que otros ocupasen su sitio. A Cárdenas le costó un gran esfuerzo hacerse a un lado para permitir el ascenso de López Obrador.
No obstante, no hay que pensar que la oposición de Cárdenas al nuevo líder perredista se debió sólo a este desplazamiento forzoso. Como dejó claro en la carta que envió a Elena Poniatowska hace unas semanas, sus diferencias políticas con López Obrador abarcaban todos los órdenes, aunque a mi modo de ver se trató esencialmente de una confrontación de estilos. A Cárdenas se le ha acusado de ser demasiado sobrio, frío, impasible; justo lo contrario de un López Obrador temperamental, cálido y atrabiliario. Uno representa el lado apolíneo de la izquierda mexicana, el otro el dionisíaco. Y sin embargo, en estos momentos de polarización extrema de la sociedad, de conflictos interminables, de incertidumbre y desazón, me parece que la izquierda mexicana necesitaría reincorporar en su programa la sensatez de Cárdenas frente a la pasión desbordada de López Obrador.
Aunque ahora muchos parezcan haberlo olvidado, el frente de izquierda encabezado por el PRD es la segunda fuerza política del país. Cuenta con decenas de diputados y senadores en el Congreso de la Unión, así como con el control de distintos estados, incluido el Distrito Federal. Resultaría no sólo irresponsable sino absurdo no aprovechar esta fuerza institucional para llevar a cabo esas transformaciones indispensables –por ejemplo, en materia electoral– que México requiere para que no se repitan unas elecciones como las del 2006. Ahora, en medio de los llamados a la resistencia civil y cuando López Obrador ha tomado posesión como “presidente legítimo” en una asamblea pública –un punto de no retorno en su radicalización–, resulta indispensable que los sectores más moderados del PRD hagan valer su peso específico. Por más que ahora sea visto como una especie de traidor, en realidad lo más deseable sería que los militantes del PRD recuperasen la frialdad y la sensatez de Cuauhtémoc Cárdenas. Sólo ellas les permitirán recuperar el control del partido, influir de manera decisiva en la agenda política del país y, a la larga, tener posibilidades de ganar las elecciones legislativas del 2009 y las presidenciales del 2012. ?
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