jueves, noviembre 30, 2006

Aquí yace...

Juan Villoro

Vicente Fox terminó su mandato subiendo el precio de la leche que distribuye Liconsa. No soy experto en el tema y he oído a consultores afirmar que el precio debería haberse subido desde antes, de manera gradual. Lo revelador del asunto es que volvió a mostrar el estilo personal de no gobernar del presidente.

Rubén Aguilar, ventrílocuo político del Ejecutivo, afirmó que la impopular medida no fue tomada por el Hombre de la Silla, sino por el Consejo de Administración de Liconsa (el hecho de que el gobierno federal tenga mayoría en ese organismo no le pareció relevante). Más allá de las consideraciones económicas, el caso fue tratado con la mala leche de un gobierno que sustituyó los hechos por declaraciones.

Dicharachero y festivo, Fox sonrió ante miles de platos de frijoles, alzó su ceja de caporal emotivo (muy intrigado en los pelos de la burra) y confió en sus botas de talla extragrande para caer parado después de sus dislates. “Imagínense que fuéramos gringos”, dijo el vecino de la nación más poderosa del mundo, que antes había sido aspirante a la predilección bilateral de Bush, el aliado excesivo que corrió a Castro al grito de “comes y te vas” para no ofender al invasor de Irak. Si Zedillo hizo infinitos chistoretes de mal gusto (baste recordar cuando le dijo a un mendigo: “no tengo cash”), Fox ofreció un reality show de la irresponsabilidad política.

En tiempos de globalización podemos comparar sucesos distantes. Mientras los teólogos alemanes preparaban una versión feminista de la Biblia, el dignatario que va a misa en Guanajuato llamó a su esposa con chiflidos de arriero y felicitó a las mujeres por ser “lavadoras con patas”; mientras Oriente se consolidaba como la fábrica del mundo, el antiguo gerente de la Coca-Cola opinó sin recato de los gobiernos del pasado que “nos tomaron el pelo” como a “viles chinos”; mientras Hollywood reparaba pasadas injusticias garantizando una cuota de Oscares multirraciales, el paisano Fox afirmó que los migrantes hacían trabajos que ni siquiera hacían los negros. La suma de mujeres, chinos y negros arroja una estadística desconcertante: el presidente de México ofendió a la mayoría de los pobladores de la Tierra.

“A mí se me podrá quitar lo grosero, pero a ustedes no se les va a quitar lo corruptos”, le dijo a Labastida durante el debate presidencial. A Fox se le quitó lo rijoso pero esto sirvió para que se instalara en un nirvana extraño, como si sólo se alimentara de té de boldo, y para ir de disparate en disparate sin entender los usos democráticos.

¿Cómo fue posible que el profeta del cambio durmiera despierto? Entre otras cosas, se trata de un intrépido al que respalda la fortuna. En los últimos seis años, México recibió sumas récord por las ventas del petróleo y las remesas de los migrantes. Ése sólido templete permitió que Fox se dedicara al zapateado promocional. Las divisas no se invirtieron de manera productiva pero impidieron una crisis mayor gracias a la abundancia de circulante. Mientras el presidente bailaba con rústica escuela en saraos de todo tipo, llegaban taxis con placas de California y la cajuela llena de billetes.

Hace un par de días, el mandatario que en el año 2000 tenía prisa y convirtió la palabra “hoy” en causa política, recibió un premio por su apoyo a los medios de comunicación. En un país donde las cadenas pasarán del sistema analógico al digital sin pagar derechos, no es de extrañar que el piloto de la nación reciba una escultura del tamaño de un televisor. En sentido estricto, Fox merecería, si no un premio, al menos el rubro de “rompedor de récord” por su aprovechamiento de los medios. Tal vez por ser el primer mandatario mexicano de la era de las pantallas planas, asoció el rating con la superficialidad. Su cara apareció en todas las loncherías, mostrando que la presencia es superior al contenido. Siguiendo la lógica del reality show, descubrió que lo importante es llamar la atención sin hacer demasiadas olas, con la banalidad de quien concursa para seguir habitando el mismo cuarto. El programa de su estancia en Los Pinos podría llamarse Presidiendo por un sueño.

Beneficiario del nuevo ámbito democrático, Fox recibió del presidente Zedillo un país mucho más ordenado que el que deja a su sucesor. Incapaz de asumir costos políticos que lo hubieran llevado a fruncir el ceño y perjudicar su fotogenia, permitió que el país ardiera y la gente más diversa tomara justicia por propia mano, del caso de Canal 40 a los linchamientos de Tláhuac, pasando por los abusos de poder de Ulises Ruiz y las barricadas de la APPO.

Fox no gobernó pero tampoco quiso que otros participaran. Llegó a la presidencia como si cruzara un meridiano mágico: sus botas de piel de avestruz inauguraban una etapa que sólo a él le estaba reservada. No entendió el valor creativo de la discrepancia ni respetó a los opositores. En el extraño bestiario nacional, el político que prometió acabar con las “tepocatas” se molestó de que su mayor rival lo llamara “chachalaca”.

Su desprecio al juego democrático quedó claro con el proceso de desafuero a López Obrador y se confirmó con su abusiva injerencia en el proceso electoral. Buena parte de la división y las confrontaciones que surgieron el 2 de julio de 2006 se debieron a su incapacidad de estar por encima de los intereses partidistas. El cerrajero de la democracia abrió la puerta y se tragó la llave.

Las heridas abiertas por una contienda desigual no encontraron una respuesta responsable del Ejecutivo. Regañado por el Tribunal Electoral, se abstuvo de ofrecer la menor disculpa. Su respuesta a la crispación fue lanzar una campaña en la que pedía a todos los mexicanos que se dieran “¡un gran abrazo!”. Si sus actos se juzgaran con encabezados de nota roja, el que le corresponde en este caso es: “El descuartizador pide unidad”.



“Ciudadanas y ciudadanos: dense muchos besos”



Sabemos por Ovidio y el bolero que el amor provoca curiosas transgresiones: “Haz, te lo ruego, que yo sea tu culpa”, dice un personaje de las Heroidas que también podría haber cantado “Arráncame la vida”. Fox se enamoró… ¡y que toque la marimba! De eso no puede culparlo nadie, y menos aún quienes vivimos de escribir historias amorosas. Lo malo fue que el destinatario de Cupido permitió que su esposa tuviera un ascendiente ajeno a los atributos de la Primera Dama. Curiosamente, también esto contribuyó a su aprobación en las encuestas. Mejorado por comparación, el recién casado se convirtió, como Macbeth, en un protagonista cuyos errores históricos podían ser atribuidos al defecto menor de ser un “mandilón”.

En su carnaval televisivo, Fox se promovió con autobombo: “Nunca antes se le había exigido a un presidente como tú me exiges a mí…” Intoxicado con el tónico de la autoestima, anunció la creación de un museo en su rancho de San Cristóbal (que amenaza con convertirse en el monumento al poder más ridículo después de la momia de Lenin).

Si algo definió al “gobierno del cambio” fue la incapacidad de tomar decisiones (o de asumirlas en los raros momentos en que las tomó). La falta de acuerdos con el Congreso sirvió de pretexto para renunciar a promesas tan variadas como crecer en la economía al 7%, solucionar el problema de Chiapas en 15 minutos y acabar con los saqueadores del erario (en apariencia tan inencontrables como las armas de destrucción masiva en Irak).

Fox se despojó de su investidura de múltiples maneras: prefirió estar en campaña que gobernar, nombró a un vocero que comenzó como corrector de estilo y tuvo que convertirse en dramaturgo, y dejó el país en manos de los “poderes fácticos”. La Iglesia católica, Televisa y el Consejo Coordinador Empresarial tuvieron una preponderancia política inconcebible en otros tiempos. En la aplicación del liberalismo económico a la mexicana, Fox frenó la competencia y permitió la consolidación de monopolios. Interrogado al respecto, confirmó que estamos en la patria de Cantinflas: “En México no hay monopolios sino concentración de capitales (sic)”.

En una tradición donde los gestos son realidades, el presidente continuó su alejamiento simbólico del ejercicio del poder al no dar el grito en la capital ni a leer su último Informe de Gobierno. Su ausencia fue cada vez más significativa que su presencia. La patria se acostumbró a verlo contento cada vez que un helicóptero lo sacaba de Los Pinos para llevarlo a su rancho en Guanajuato.

El inquilino menos político de la Presidencia se dedicó a la propaganda con aire de prejubilado. Recibió su sueldo como una pensión y afirmó jubiloso: “Me van a extrañar”. Para entonces, Guillermo Zapata, el Caudillo del Son, ya cantaba el himno del sexenio: “Fox, entregas y te vas”. Ni siquiera los abogados que lo defendieron en el caso “Amigos de Fox” se quedaron con buena opinión de su cliente y decidieron demandarlo.

El presidente que se enredaba al hablar, se acercó a la cultura como a las víboras prietas que tanto mencionó en su campaña. Propuso “un país de lectores”, pero no demostró haber leído una página por gusto. Construyó una megabiblioteca para ser recordado como faraón en vez de fortalecer las bibliotecas en un territorio donde el 94% de los municipios carecen de librerías. En franco desafío a la comunidad editorial, vetó la Ley de Fomento al Libro y la Lectura aprobada por unanimidad en el Senado.

El hombre que, gracias al petróleo, deja sanas las estadísticas de la abstracta macroeconomía, también deja al país sumido en la ingobernabilidad política. El rechazo a su gestión es fuerte, pero sorprende que no mayoritario. Las encuestas informan que conserva altos índices de popularidad (por ahí del 7, en una escala de 10). ¿Estamos ante un episodio de Misterios de lo desconocido? Los mismos encuestados que condenan la crisis del país y el vacío de poder, le dan a Fox un último voto de confianza. ¿Cómo es posible? Siguiendo las huellas de Juan Charrasqueado, el ranchero de Guanajuato conquistó una reputación ajena a sus actos. Al desentenderse de sus funciones, se convirtió en una figura representativa. Si las fiestas populares concentran sus rituales en el mayordomo, Fox asumió con gusto la mayordomía de la presidencia. Fue como la Reina de Inglaterra, sólo que con sombreros más baratos.

El luchador social que había pateado un ataúd con las siglas del PRI y se había puesto boletas electorales en las orejas para protestar por el fraude, descubrió demasiado tarde que no era un estadista. Tal vez juzgó que su condición de Hombre del Cambio le garantizaba la posteridad, el caso es que su mano sin fuerza soltó las riendas. La investidura del Ejecutivo se desvalorizó al grado de ser sustituida por una imagen doméstica: la pareja presidencial.

Al alejarse de su responsabilidad, Fox pudo ser visto como una persona que casi por azar está en Los Pinos. Acaso esto explique que la misma gente que repudia los efectos de su administración sea generosa con su nombre.

El juicio de la historia será distinto para quien deja un país en llamas. En su papel de Bota Grande, Fox quiso que su sucesor fuera Pie Pequeño, y creó las condiciones para la llegada del presidente más debilitado del México moderno.

Sin otra ideología que el entusiasmo de quien no rinde cuentas, merece un cínico epitafio en el panteón de la política:

“Aquí yace Vicente Fox Quesada:

Se siente a todo dar”. ?

No hay comentarios.: