Recuerdo que Augusto Monterroso me dio una clave para leer buena literatura a partir de los precios: los libros más baratos y de los que existen numerosas ediciones son los mejores, son los clásicos. Pero no sólo de clásicos ni de esencias vive el hombre, sino también de los entremeses y las charlas de sobrecama. De los POETAS con mayúsculas y de las canciones de algún artista pop.
¿Vale más Salgari que Verne? ¿Shakespeare que Cervantes? ¿El inconmensurable Dante o ese poeta menor de la Grecia antigua que celebró Borges y que con su pequeña voz recordó para nosotros el canto de un ave?
En literatura, los poetas grandes y pequeños forman parte de ese coro que es la tradición literaria y sin la cual la literatura no existiría. Esto no significa que cualquiera que escriba a renglones cortados o con sílabas contadas sea un poeta, sino el que con su singularísima sensibilidad logró, para nosotros, un ligero aumento de luz en nuestro entorno.
Pero volvamos al precio de los libros. Si tan complicado resulta ese mercado porque muchos buenos libros son baratos y muchos caros malísimos, ¿cómo apoyar al lector? Supongo que con profesionales, con editores que trabajen en las editoriales y decidan qué títulos publicar y no los departamentos de mercadotecnia. Con profesionales que vendan los libros y no con empleados que sepan más de abarrotes o de cepillos dentales que de libros.
Apostar por el precio fijo de los libros garantizaría a los lectores una mayor oferta de títulos y no sólo de los llamados bestseller, y también que uno podría adquirir un libro al mismo precio en distintos puntos de venta: en un puesto de periódicos, una tienda de autoservicio, departamental, una megalibrería o una de esas pequeñas librerías que se niegan a desaparecer.
Con el actual sistema de ventas (cada quien pone su precio) sólo ganan las grandes librerías que pueden negociar e imponer sus condiciones, al grado de comprar ediciones enteras limitando las ganancias de los pequeños y medianos editores que para sobrevivir las aceptan. También ganan las grandes superficies, como Sanborns o tiendas de autoservicio que equilibran sus ganancias con otros productos.
El problema es que si sólo ellos sobrevivieran, la oferta editorial estaría en manos de los jefes de almacén que a veces deciden tal vez por ignorancia qué libros son propios y cuáles no. Si menciono esto es porque ha ocurrido en Sanborns, en varias ocasiones.
La diferencia entre adquirir un libro en un supermercado o una librería pequeña estará en función del servicio que brinden, como ocurre con los periódicos que tienen el mismo precio. Uno escoge simplemente dónde comprarlo.
¿Perdería el lector? ¿No nos convendría el llamado libre mercado para que las ofertas nos favorezcan? ¿Nos favorecen actualmente? No creo, ya sabemos que el llamado libre mercado no es tan libre: los grandes comercios, en un país como México, tienden a robustecerse desmedidamente como ha ocurrido con Telmex y los pequeños a desaparecer: es difícil que una pequeña librería de Ciudad Neza consiga los mismos estímulos fiscales o el mismo “apoyo a la producción”, que una gran librería o un supermercado.
Recordemos que los supermercados hasta venden tortillas para atraer clientes, aunque no ganen nada con ello, sino aumentar la circulación de personas en sus pasillos que, está comprobado, adquieren otros productos que sí representan ganancias reales para los comerciantes. ¿Recuerda cuándo aumentaron el precio de la tortilla? Los únicos que pudieron mantenerlo o bajarlo fueron, precisamente, las tiendas de autoservicio, cuyo sistema permite equilibrar sus pérdidas o escasas ganancias con otros productos.
Pero existen otros beneficios con el precio fijo, según experiencias de Alemania e Inglaterra, países indudablemente libreros: con ese sistema allí se aumentó la oferta de libros técnicos y científicos, libros que, por cierto, serían muy útiles a los mexicanos y al país si circularan más. Con el precio fijo, los bestseller no desplazan de manera tan inclemente a los libros con vida más larga.
Un libro no es una silla ni una mesa, sino un bien cultural y educativo cuyo beneficio se prolonga más allá del que puede darnos alguno de estos muebles.
Una de las miserias que arrastramos desde hace tiempo es la de separar la educación de la cultura; los libros, vamos, de nuestro proceso educativo. Por eso muchas veces las instituciones culturales consumen seudoliteratura. Si se revisan los libros de aula es fácil saber a qué me refiero. No creo que a los niños les aburran las aventuras de La isla del tesoro, el inframundo del Xibalbá consignado en el Popol Vuh o las crónicas llenas de monstruos y de héroes que rescató Homero.
El precio fijo garantizaría, me parece, mayores niveles de calidad y mayor oferta en la adquisición de libros para nuestro sistema educativo. La multiplicación de los libros en pequeñas librerías nos convertirían en lectores más exigentes respecto de los títulos destinados a nuestra educación.
Podemos escoger muebles para la casa: optar entre un estilo minimalista o Luis XV; en cambio, queremos tener en nuestro librero las obras de Shakespeare y los poemas de Jaime Sabines o Fernando del Paso, las obras excesivas del Marqués de Sade y el sonoro bronce de los versos de Rubén Darío. La diversidad es parte esencial del mundo del libro, de la cultura, de la educación. El precio fijo contribuiría a garantizarlo.
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