El gran filósofo alemán Immanuel Kant, el padre fundador de la ciencia moderna del derecho y el verdadero creador de la idea del estado de derecho, pensó que el derecho como orden normativo está entre dos zonas oscuras: la equidad y el estado de necesidad; ninguna de ellas forma parte del derecho, pero a menudo irrumpen en el ordenamiento jurídico, condicionando sus mandamientos e, incluso, sustituyéndolos. El estado de necesidad tiene mucho que ver con la ley natural de la autoconservación. Daba un ejemplo clásico: dos náufragos pelean por un madero en medio del mar tormentoso para salvar su vida; uno de ellos mata al otro y se salva. El derecho, decía Kant, no puede aplicársele y castigarlo. Aunque parezca repugnante, él estaba en el deber natural de salvar su vida.
La equidad, que encarna la justicia que a veces el derecho no puede proporcionar, sin ser parte del derecho, como queda dicho, a veces informa enteros ordenamientos del mismo. Uno de ellos, tal vez el principal, es el derecho del trabajo. Aristóteles forjó el concepto de justicia conmutativa: no puedes tratar a seres desiguales como si fueran iguales; debes tratarlos desigualmente. Eso fue antes del jurisconsulto romano Ulpiano, para quien la justicia era dar a cada uno lo suyo. El derecho sin la equidad ofrece bolsones de injusticia que sólo un buen juez puede eliminar. Pero el estado de necesidad está más presente de lo que se piensa: hay que recordar lo que significa la legítima defensa ante una agresión.
Por otro lado, recuerdo que mis maestros de derecho me grabaron en la mente lo que puede ser llamada la idea maestra de todo orden jurídico: todo derecho es correlativo de una obligación y toda obligación es correlativa de un derecho. Todo tiene una medida o deja de tener sentido. Eso ocurre con la libertad en el derecho: ejercerla implica, por fuerza, cumplir con todo un cúmulo de obligaciones que buscan mantenerla dentro del campo jurídico y no lesionar derechos de otros. Kant acuñó un principio definidor: mi libertad se extiende sin cortapisas hasta el punto en el cual comienza la libertad de mi vecino. La primera emblemática obligación correlativa de mi derecho de libertad es, por tanto, respetar la libertad y los derechos del que tengo enfrente.
Ahora bien, si parece estar claro que hay condiciones para ejercer la libertad, hay que dejar igualmente claro que la libertad es uno de los más altos valores de la humanidad de nuestros tiempos (el otro es la igualdad). Cuando digo la sagrada libertad de expresión, no me estoy pitorreando. Yo creo en ella y la considero, de verdad, sagrada. Sin ella, yo no podría escribir en La Jornada ni podría dar clases en la universidad ni conferencias en otros foros. Todo ello, empero, implica que yo puedo ejercerla sólo si cumplo con las obligaciones que el ejercicio de ese derecho me impone. Si yo abuso de ella, estoy entrando en la esfera no jurídica del estado de necesidad, pero al final descubriré que, siendo estado de necesidad, porque abuso o lesiono a otros, el orden jurídico establecido no me podrá exonerar como al náufrago, pues no defendí mi integridad, sino que cometí un delito.
Todas estas condiciones en las que se debe ejercer el derecho de libertad de expresión parece que son totalmente incomprensibles para los dueños de los medios de comunicación electrónica y sus achichincles y habrá que advertirles que no pueden abusar de ese sagrado derecho sin sufrir las consecuencias y será mejor que pongan a estudiar a sus abogados y locutores para que les den mejores consejos. Cuando chillan y berrean por las restricciones que la nueva legislación electoral les está prospectando no sólo exhiben sus mezquinos intereses económicos, sino que se están adentrando en el peligroso terreno de actuar en la esfera del estado de necesidad sin que sus intereses estén en peligro (sólo están limitados). Si finalmente nuestros legisladores tienen los arrestos para sacar a buen término la nueva legislación en la materia, deberán pensarlo dos veces antes de llamar a la rebelión. Deben saber que pueden perder sus concesiones o, incluso, ser expropiados, y eso sin legislación electoral.
Veamos un ejemplo señero, que ya está asentado en la reforma constitucional y que sólo espera ser reglamentado en la nueva ley: ningún individuo, grupo o partido podrá contratar per se tiempo ni espacio para expresar opiniones a favor o en contra de partido o candidato alguno en tiempos de campañas electorales, por la sencilla razón de que, dependiendo del tamaño de quien se trate, puede distorsionar y malear el proceso electoral. Se trata claramente de la aplicación en la nueva ley de un principio de equidad. Ciertamente, es limitativa del sagrado derecho de libertad de expresión, ni quien lo ponga en duda. Pero puede resultar injusto para los contendientes y también para la ciudadanía que, ella también, tiene el sagrado derecho de expresar su opinión votando con la máxima libertad por quien decida. ¿Qué derecho debe prevalecer: el de Salinas Pliego al que no le gusta el Peje o el del ciudadano que es asiduo televidente de Tv Azteca y que, sin embargo, le gusta el tabasqueño?
No, el dueño del gran dinero no es igual al resto de los ciudadanos. Tiene, además, una responsabilidad civil que cumplir con su riqueza (el mismísimo Código Civil establece que la propiedad privada cumple una función social, ya no digamos el 27 constitucional). No puede abusar del poder del dinero y menos si es dueño de un medio de comunicación masiva. En este respecto, él no tiene ni se le puede conceder el derecho de hacer o decir lo que le dé la gana. Y estamos hablando sólo del derecho de opinar sobre un candidato (a favor o en contra, da lo mismo). Imaginémonos lo que se puede pensar de lo que se ha dado en denominar “propaganda negra”. Si el señor Salinas Pliego y todos los de su clase quieren opinar sobre un candidato o sobre un partido, tendrán que hacerlo con sus amigos y no a través de sus poderosos medios de difusión.
¡Ah!, claro que la reforma se está haciendo pensando en ellos. Puede haber, dicen, algún ciudadano que tenga un poquitín de dinero para pagarse un espot en el que desee defecar sobre un candidato. Pues tendrá que sacrificarse, porque no puede poner en peligro un interés general en aras de un fin egoísta. En todo caso, lo que se busca es restringir el poder ilimitado de los que tienen la riqueza del país en sus manos. Federico Reyes Heroles es un amigo mío muy estimable desde hace años; pero a veces no lo entiendo. El día 20 anterior publicó un artículo (“Mordaza”, en Reforma) en el que sostiene las absurdas posiciones de los tiburones de la televisión. No sé si Federico estudió derecho, pero sé que ama la libertad, en nombre de la cual escribió su artículo. Lo que no me explico es cómo pudo decir que “para llegar a esta aberración se construyó así, de… un prejuicio contra los empresarios”. Está claro que la reforma tiene muy poderosos enemigos y, por supuesto, no me refiero con ello a Federico.
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