martes, diciembre 11, 2007

Telecracia contra poder político

Miguel Ángel Granados Chapa

Salvo que el diputado Emilio Gamboa, interesado él mismo y guardián de los intereses de la telecracia, haya acumulado poder suficiente para impedirlo –lo que sería posible con sólo introducir minúsculas variantes a la minuta recibida del Senado, de suerte que se demore el proceso legislativo y concluya el período de sesiones ordinarias sin tiempo para que los senadores la estudiaran de nuevo–, estamos a unos cuantos días de que se aprueben reformas y adiciones al Código Federal de Organizaciones y Procedimientos Electorales (Cofipe) que en obligada consonancia con la reforma constitucional respectiva establece, entre otros de los rubros que significan un progreso notable en la claridad de la vida pública, un nuevo régimen de los usos electorales de la radio y la televisión.

La piedra miliar del nuevo ordenamiento consiste en la prohibición plena de contratar propaganda electoral en esos medios electrónicos, prohibición absoluta pues comprende a los partidos políticos y a los candidatos, pero también a toda persona, pues de lo contrario la proscripción de avisos pagados en la radiodifusión sería letra muerta mediante la simulación. Acusando el golpe, el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) ha anunciado la presentación de demandas de amparo contra la nueva disposición constitucional. Su solo anuncio constituyó una autoincriminación: la cúpula de los hombres de negocios reconoció que se legisla en tal sentido al identificarse el papel torcido que su propaganda electoral cumplió el año pasado, y echa por tierra el argumento en apariencia poderoso de que se trata de un ataque a la libre expresión no sólo de los empresarios, sino de los ciudadanos en general. Que se sepa, además del CCE, ninguna organización civil pretende acudir en demanda de garantías al Poder Judicial de la Federación, porque la práctica y la necesidad de manifestarse mediante propaganda pagada en los procesos electorales corresponden sólo a quienes pueden cubrir el elevado costo de los anuncios televisados.

La base constitucional de la tajante proscripción quedó traducida en los numerales 3 y 4 del artículo 49, capítulo primero del título tercero del código reformado en los siguientes términos:

“Los partidos políticos, precandidatos y candidatos a cargos de elección popular en ningún momento podrán contratar o adquirir, por sí o por terceras personas, tiempos en cualquier modalidad de radio y televisión. Tampoco podrán contratar los dirigentes y afiliados a un partido político o cualquier ciudadano para su promoción personal con fines electorales. La violación a esta norma será sancionada en los términos dispuestos en el libro séptimo de este Código.”

Y:

“Ninguna persona física o moral, sea a título propio o por cuenta de terceros, podrá contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, ni a favor o en contra de partidos políticos o de candidatos a cargos de elección popular. Queda prohibida la transmisión en territorio nacional de este tipo de propaganda contratada en el extranjero. Las infracciones a lo establecido en este párrafo serán sancionadas en los términos dispuestos en el libro séptimo de este Código.”

El artículo 341 del Código incluye a los concesionarios y permisionarios de radio y televisión entre los “sujetos de responsabilidad por infracciones cometidas a las disposiciones electorales”, lo cual es inevitable porque los tenedores de una autorización para transmitir están sujetos a obligaciones administrativas que permiten identificarlos, lo que podría no ocurrir con los anunciantes que se parapetaran en el anonimato o se ocultaran tras un membrete. Por eso el artículo 350 define como infracciones cuya responsabilidad es atribuible a tales concesionarios, “la venta de tiempo de transmisión, en cualquier modalidad de programación, a los partidos políticos, aspirantes, precandidatos o candidatos a cargos de elección popular”, “la difusión de propaganda política y electoral, pagada o gratuita, ordenada por personas distintas al Instituto Federal Electoral”.

Las infracciones a esas normas serán sancionadas con amonestación pública, “con multa de hasta cien mil días de salario mínimo general vigente para el Distrito Federal; en caso de reincidencia, hasta por el doble del monto antes señalado”, “en caso de infracciones graves y reiteradas, con la suspensión por la autoridad competente, previo acuerdo del Consejo General, de la transmisión del tiempo comercializable correspondiente a una hora y hasta el que corresponda por treinta y seis horas. En todo caso, cuando esta sanción sea impuesta, el tiempo de la publicidad suspendida será ocupado por la transmisión de un mensaje de la autoridad en el que se informe al público de la misma”, “cuando la sanción haya sido aplicada y el infractor reincida en forma sistemática en la misma conducta, el Consejo General dará aviso a la autoridad competente a fin de que aplique la sanción que proceda conforme a la ley de la materia, debiendo informar al Consejo”.

Es la posibilidad de tales sanciones la que movió a la campaña que buscó caracterizar al Congreso como contrario a la libertad de expresión. Los concesionarios hubieran quedado satisfechos si se les incluyera en normas imperfectas, las que establecen infracciones pero no sanciones. Consiguieron ese status en cuanto a la propaganda negra. Dice, en efecto, el numeral dos del artículo 233, que “en la propaganda política o electoral que realicen los partidos políticos, las coaliciones y los candidatos, deberán abstenerse de expresiones que denigren a las instituciones y a los propios partidos, o que calumnien a las personas. El Consejo General está facultado para ordenar, una vez satisfechos los procedimientos establecidos en este Código, la suspensión inmediata de los mensajes en radio y televisión contrarios a esta norma, así como el retiro de cualquier otra propaganda”.

Pero no se sigue de la infracción correspondiente ninguna sanción, de modo que un concesionario podría empecinarse en la transmisión de la propaganda prohibida sin que se le generara consecuencia adversa alguna. En la misma línea de contemporización se registró un cambio significativo: la suspensión de anuncios publicitarios prevista hasta por 36 horas, día y medio, en el artículo 354 estaba fijada como “no menor de una hora ni mayor de diez días en el proyecto de reforma, y fue paliado en el dictamen que el Senado aprobó el miércoles 5.

Ese es el contenido que afecta sustantivamente a los concesionarios, que ocultan su insatisfacción y aun irritación alegando que se busca confiscarles sus bienes o limitar la libertad de expresión. Cuando se comparan los tres minutos por hora que en tiempos de campaña electoral puede el IFE asignar a propaganda (y que constituyen según los concesionarios una amenaza a la continuidad y al rating) con los prolongados espacios publicitarios que son interrumpidos por tramos informativos en emisiones como el noticiario de las 22.30 del canal dos de Televisa, se percibe la verdadera naturaleza de la impugnación de la industria. Tan insostenibles son sus argumentos que reprocharon la pretendida inclusión en la nueva ley de unos lineamientos a los noticiarios, medida dictatorial si la entendemos conforme a su razonamiento, pero que ha sido parte de la legislación electoral desde 1993. El encuentro entre el Consejo General del IFE y la Cámara de la industria de la radio y la televisión con ese motivo, practicado inveteradamente –desde 1994– no sólo no ha sido fuente de complicación alguna, sino ostentado como gesto de cooperación de la radiodifusión concesionada con las grandes causas nacionales, como les encanta decir.

En buena hora la Constitución prohíbe contratar propaganda electoral y el Código establece los mecanismos para lograrlo. Esperemos que en los próximos días ese empeño no sea frustrado en San Lázaro.

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