Lorenzo Meyer
Del resultado de la batalla por el petróleo va a depender el destino, no sólo de Pemex, sino de nuestra idea de nación
El gran indicador
Si hay un indicador que hoy puede resumir las diferencias más sustantivas entre derecha e izquierda en materia de política económica -y también exterior, así como en la idea misma de país-, ése es el petróleo. Desde 1938 y por más de cuatro decenios la izquierda dentro y fuera del Gobierno pudo sostener una política petrolera nacionalista, pero a raíz de la crisis económica de 1982 se abrió un periodo de indefinición que ya se ha prolongado por un cuarto de siglo. Todo indica que se aproxima el momento de una redefinición. En el Congreso ya se anunció que las fuerzas de la derecha están decididas a llevar a cabo su reforma energética este año, (Reforma, primero de enero). ¿Podrá una izquierda minoritaria y dividida neutralizar la ofensiva de una derecha que ahora actúa desde el poder y apoyada por poderosos intereses económicos nacionales e internacionales?
El proyecto privatizador
Al finalizar 2007, el periódico La Jornada publicó una serie de artículos relacionados con el proyecto de reforma petrolera del Gobierno de Felipe Calderón y una parte del PRI. En realidad, poco de lo ahí expuesto es nuevo, pero resume bien lo esencial de una ruta que desde hace tiempo han impulsando círculos petroleros y económicos internacionales y que, en general, ha sido aceptada y adoptada por quienes hoy controlan el poder político nacional y por sus valedores de la élite económica. Desde la perspectiva de las cifras, Pemex es hoy una empresa en quiebra pues sus pasivos son mayores que sus activos. Y esto, a pesar de que la mezcla mexicana de exportación ronda en los ochenta dólares por barril. Esa quiebra es el punto de partida de la derecha para exigir la intervención del capital privado en la industria que fue símbolo del nacionalismo revolucionario. Y es que los varios problemas de la mayor paraestatal mexicana son muy reales y de difícil solución. La presión privatizadora destaca los altos costos de producción, que a su vez son producto de una combinación de ineptitud administrativa y una corrupción omnipresente a la que no le ha hecho mella alguna el supuesto advenimiento de la democracia política en 2000; en este tema, como en tantos otros, PRI y PAN han resultado iguales.
Además, la falta de inversión hace que Pemex no tenga la capacidad de refinación que el país requiere y por ello se importa gasolina en cantidades crecientes. Para colmo, la principal fuente de crudo –Cantarell- está disminuyendo su producción de manera alarmante y no se han hecho las inversiones necesarias para explorar y explotar nuevos yacimientos. Hoy por hoy, Pemex no tiene capacidad para operar en las aguas profundas donde, se sabe, están los depósitos del futuro. Así las cosas, las reservas actuales de hidrocarburos apenas alcanzan para poco más de nueve años. La lista de desastres que sirven de razón a los promotores de un cambio en las reglas del juego petrolero a favor de la privatización, puede alargarse. Desde esta perspectiva, para México no hay más salida que abrir la actividad petrolera al gran capital nacional e internacional –ya se menciona a la empresa anglo-holandesa Royal Dutch Shell y a las estatales de Noruega y de Brasil: Statoil y Petrobras, respectivamente- para inyectar con carácter de urgente recursos, tecnología y eficiencia administrativa a la explotación del petróleo mexicano. De lograrse lo anterior, según esta visión, el resultado sería una industria regida por las leyes del mercado global, lo que aseguraría mayor producción, refinación y un golpe demoledor a su arraigada corrupción e ineficacia.
En esta etapa inicial, la derecha no pide que Pemex mismo desaparezca, simplemente que empiece a perder importancia relativa. La justificación central de este esquema asegura que el consumidor –interno y externo- sería el principal beneficiado y los únicos perjudicados serían los que deben serlo: un sindicato abusivo, una Administración que no vale lo que se le paga y unos contratistas con apoyos políticos que ganan millones a costa de esquilmar a Pemex.
La izquierda
Los herederos del cardenismo parten de otros supuestos históricos e ideológicos para insistir en mantener el petróleo y su industrialización como asunto exclusivo del sector público. En términos históricos, señalan cuan pequeño fue el beneficio que dejó a México el petróleo en manos de las empresas extranjeras desde que éstas hicieron acto de presencia al final del Porfiriato hasta que fueron expropiadas en 1938.
En cuanto al tema de la privatización como antídoto a la corrupción no es necesario recurrir a los orígenes de la Standard Oil, se puede dar el salto temporal hasta toparse con el caso de la empresa Enron en Estados Unidos, el ejemplo actual más conocido de que la corrupción en las grandes empresa privadas en el ramo energético puede ser tan feroz y desastrosa como la que más. Por otro lado, la existencia de la ya mencionada Statoil de Noruega, es una muestra clara de que la empresa petrolera pública puede ser tan eficiente y transparente como la mejor. Otro argumento central es que, en un país con pocas fuentes de energía, la explotación del petróleo –un recurso natural no renovable- no debe dejarse a merced de la oferta y la demanda del mercado mundial –una arena donde inevitablemente México es actor marginal- sino que debe ligarse al proyecto nacional. Por su parte, este proyecto debe tener al petróleo –un recurso estratégico- como un puntal. Por lo que se refiere al elemento ideológico, casi moral, la izquierda sostiene que la renta de un recurso natural corresponde al conjunto de la nación y que ese patrimonio debe siempre maximizarse en función no sólo de un tipo de desarrollo económico equitativo –imperativo al que es ajena la lógica del mercado- sino también de un futuro en donde los hidrocarburos ya se hayan agotado y sea necesario una fuente alternativa de energía.
Desde luego que la izquierda reconoce la situación crítica de Pemex, pero su respuesta es que el Gobierno Federal deje de depender de los recursos petroleros para financiar el 40% de su gasto corriente, que se lleve a cabo una verdadera reforma fiscal, que se deje a Pemex usar sus enormes ganancias para saldar su igualmente enorme deuda y reinvertir para mantener su viabilidad económica. Finalmente, está el elemento nacionalista. Un país relativamente débil, vecino de la nación más poderosa del planeta, necesita mantener el control que con tanto esfuerzo logró en el pasado sobre su recurso estratégico más importante si quiere seguir teniendo sentido como país soberano.
El primer intento
Según lo hasta ahora dicho, el punto de partida del cambio en la política petrolera que propone la derecha sería permitir el capital privado en refinerías, oleoductos y, sobre todo, la firma de “contratos riesgo” con empresas extranjeras para la exploración y explotación de nuevos yacimientos. Éste no es un enfoque nuevo, ya se intentó en el pasado, en los 1940 y 1950, pero finalmente no prosperó porque la herencia cardenista era aún muy fuerte.
Una vez concluida la II Guerra Mundial, Estados Unidos presionó para ligar los préstamos que México solicitó al Eximbank a una modificación de la legislación mexicana para lograr el reingreso del capital externo a la industria petrolera. Lo mismo hizo la Shell cuando negoció con Miguel Alemán su indemnización por lo expropiado en 1938 (aceptaría no recibir ningún pago a cambio de su retorno a México). La presión fue tal que México terminó por suscribir entonces varios “contratos riesgo” con empresas norteamericanas, pero ninguna de ellas importante. Por eso, en cuanto fue factible, el primer Reyes Heroles al frente de Pemex, los rescindió. Era aún difícil hacer a un lado la sombra de Lázaro Cárdenas.
El momento de la verdad
A raíz de la gran crisis de 1982, la presión para privatizar la industria petrolera retornó. El triunfo del neoliberalismo aunado al incremento en los precios del crudo y la necesidad norteamericana de contar con fuentes cercanas y seguras de petróleo crearon el escenario en el que nos encontramos hoy. La posición de la derecha dura es aprovechar la crisis de Pemex para introducir cambios en la Constitución misma aunque la moderada se conformaría con cambios en las leyes reglamentarias. Y todo enmarcado por el nacionalismo agresivo de nuestro poderosísimo vecino del norte, factor que hoy impone el tono y el sentido del proceso político internacional.
En suma, del resultado de la lucha en torno al petróleo, va a depender no sólo la naturaleza de la relación derecha-izquierda sino también la del proyecto nacional e incluso la de la idea misma de nación.
Del resultado de la batalla por el petróleo va a depender el destino, no sólo de Pemex, sino de nuestra idea de nación
El gran indicador
Si hay un indicador que hoy puede resumir las diferencias más sustantivas entre derecha e izquierda en materia de política económica -y también exterior, así como en la idea misma de país-, ése es el petróleo. Desde 1938 y por más de cuatro decenios la izquierda dentro y fuera del Gobierno pudo sostener una política petrolera nacionalista, pero a raíz de la crisis económica de 1982 se abrió un periodo de indefinición que ya se ha prolongado por un cuarto de siglo. Todo indica que se aproxima el momento de una redefinición. En el Congreso ya se anunció que las fuerzas de la derecha están decididas a llevar a cabo su reforma energética este año, (Reforma, primero de enero). ¿Podrá una izquierda minoritaria y dividida neutralizar la ofensiva de una derecha que ahora actúa desde el poder y apoyada por poderosos intereses económicos nacionales e internacionales?
El proyecto privatizador
Al finalizar 2007, el periódico La Jornada publicó una serie de artículos relacionados con el proyecto de reforma petrolera del Gobierno de Felipe Calderón y una parte del PRI. En realidad, poco de lo ahí expuesto es nuevo, pero resume bien lo esencial de una ruta que desde hace tiempo han impulsando círculos petroleros y económicos internacionales y que, en general, ha sido aceptada y adoptada por quienes hoy controlan el poder político nacional y por sus valedores de la élite económica. Desde la perspectiva de las cifras, Pemex es hoy una empresa en quiebra pues sus pasivos son mayores que sus activos. Y esto, a pesar de que la mezcla mexicana de exportación ronda en los ochenta dólares por barril. Esa quiebra es el punto de partida de la derecha para exigir la intervención del capital privado en la industria que fue símbolo del nacionalismo revolucionario. Y es que los varios problemas de la mayor paraestatal mexicana son muy reales y de difícil solución. La presión privatizadora destaca los altos costos de producción, que a su vez son producto de una combinación de ineptitud administrativa y una corrupción omnipresente a la que no le ha hecho mella alguna el supuesto advenimiento de la democracia política en 2000; en este tema, como en tantos otros, PRI y PAN han resultado iguales.
Además, la falta de inversión hace que Pemex no tenga la capacidad de refinación que el país requiere y por ello se importa gasolina en cantidades crecientes. Para colmo, la principal fuente de crudo –Cantarell- está disminuyendo su producción de manera alarmante y no se han hecho las inversiones necesarias para explorar y explotar nuevos yacimientos. Hoy por hoy, Pemex no tiene capacidad para operar en las aguas profundas donde, se sabe, están los depósitos del futuro. Así las cosas, las reservas actuales de hidrocarburos apenas alcanzan para poco más de nueve años. La lista de desastres que sirven de razón a los promotores de un cambio en las reglas del juego petrolero a favor de la privatización, puede alargarse. Desde esta perspectiva, para México no hay más salida que abrir la actividad petrolera al gran capital nacional e internacional –ya se menciona a la empresa anglo-holandesa Royal Dutch Shell y a las estatales de Noruega y de Brasil: Statoil y Petrobras, respectivamente- para inyectar con carácter de urgente recursos, tecnología y eficiencia administrativa a la explotación del petróleo mexicano. De lograrse lo anterior, según esta visión, el resultado sería una industria regida por las leyes del mercado global, lo que aseguraría mayor producción, refinación y un golpe demoledor a su arraigada corrupción e ineficacia.
En esta etapa inicial, la derecha no pide que Pemex mismo desaparezca, simplemente que empiece a perder importancia relativa. La justificación central de este esquema asegura que el consumidor –interno y externo- sería el principal beneficiado y los únicos perjudicados serían los que deben serlo: un sindicato abusivo, una Administración que no vale lo que se le paga y unos contratistas con apoyos políticos que ganan millones a costa de esquilmar a Pemex.
La izquierda
Los herederos del cardenismo parten de otros supuestos históricos e ideológicos para insistir en mantener el petróleo y su industrialización como asunto exclusivo del sector público. En términos históricos, señalan cuan pequeño fue el beneficio que dejó a México el petróleo en manos de las empresas extranjeras desde que éstas hicieron acto de presencia al final del Porfiriato hasta que fueron expropiadas en 1938.
En cuanto al tema de la privatización como antídoto a la corrupción no es necesario recurrir a los orígenes de la Standard Oil, se puede dar el salto temporal hasta toparse con el caso de la empresa Enron en Estados Unidos, el ejemplo actual más conocido de que la corrupción en las grandes empresa privadas en el ramo energético puede ser tan feroz y desastrosa como la que más. Por otro lado, la existencia de la ya mencionada Statoil de Noruega, es una muestra clara de que la empresa petrolera pública puede ser tan eficiente y transparente como la mejor. Otro argumento central es que, en un país con pocas fuentes de energía, la explotación del petróleo –un recurso natural no renovable- no debe dejarse a merced de la oferta y la demanda del mercado mundial –una arena donde inevitablemente México es actor marginal- sino que debe ligarse al proyecto nacional. Por su parte, este proyecto debe tener al petróleo –un recurso estratégico- como un puntal. Por lo que se refiere al elemento ideológico, casi moral, la izquierda sostiene que la renta de un recurso natural corresponde al conjunto de la nación y que ese patrimonio debe siempre maximizarse en función no sólo de un tipo de desarrollo económico equitativo –imperativo al que es ajena la lógica del mercado- sino también de un futuro en donde los hidrocarburos ya se hayan agotado y sea necesario una fuente alternativa de energía.
Desde luego que la izquierda reconoce la situación crítica de Pemex, pero su respuesta es que el Gobierno Federal deje de depender de los recursos petroleros para financiar el 40% de su gasto corriente, que se lleve a cabo una verdadera reforma fiscal, que se deje a Pemex usar sus enormes ganancias para saldar su igualmente enorme deuda y reinvertir para mantener su viabilidad económica. Finalmente, está el elemento nacionalista. Un país relativamente débil, vecino de la nación más poderosa del planeta, necesita mantener el control que con tanto esfuerzo logró en el pasado sobre su recurso estratégico más importante si quiere seguir teniendo sentido como país soberano.
El primer intento
Según lo hasta ahora dicho, el punto de partida del cambio en la política petrolera que propone la derecha sería permitir el capital privado en refinerías, oleoductos y, sobre todo, la firma de “contratos riesgo” con empresas extranjeras para la exploración y explotación de nuevos yacimientos. Éste no es un enfoque nuevo, ya se intentó en el pasado, en los 1940 y 1950, pero finalmente no prosperó porque la herencia cardenista era aún muy fuerte.
Una vez concluida la II Guerra Mundial, Estados Unidos presionó para ligar los préstamos que México solicitó al Eximbank a una modificación de la legislación mexicana para lograr el reingreso del capital externo a la industria petrolera. Lo mismo hizo la Shell cuando negoció con Miguel Alemán su indemnización por lo expropiado en 1938 (aceptaría no recibir ningún pago a cambio de su retorno a México). La presión fue tal que México terminó por suscribir entonces varios “contratos riesgo” con empresas norteamericanas, pero ninguna de ellas importante. Por eso, en cuanto fue factible, el primer Reyes Heroles al frente de Pemex, los rescindió. Era aún difícil hacer a un lado la sombra de Lázaro Cárdenas.
El momento de la verdad
A raíz de la gran crisis de 1982, la presión para privatizar la industria petrolera retornó. El triunfo del neoliberalismo aunado al incremento en los precios del crudo y la necesidad norteamericana de contar con fuentes cercanas y seguras de petróleo crearon el escenario en el que nos encontramos hoy. La posición de la derecha dura es aprovechar la crisis de Pemex para introducir cambios en la Constitución misma aunque la moderada se conformaría con cambios en las leyes reglamentarias. Y todo enmarcado por el nacionalismo agresivo de nuestro poderosísimo vecino del norte, factor que hoy impone el tono y el sentido del proceso político internacional.
En suma, del resultado de la lucha en torno al petróleo, va a depender no sólo la naturaleza de la relación derecha-izquierda sino también la del proyecto nacional e incluso la de la idea misma de nación.
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