viernes, enero 25, 2008

Una vela para Jorge

Juan Villoro

Gracias a lo que el viento le hace a la Compañía de Luz escribo estas líneas desde la redacción de Reforma. En mi casa no hay agua, gas ni electricidad. A condición de que me bañara antes en otro sitio, recibí la hospitalidad de mi periódico.

Esto ocurrió al día siguiente de que un grupo de compañeros desayunáramos con Marcelo Ebrard y le preguntáramos sobre el incierto suministro de electricidad. Como no está en sus facultades intervenir en la Compañía de Luz, el jefe de Gobierno contó que ha iniciado la construcción de subestaciones paralelas. Una vez más se toman medidas de emergencia y se pone de manifiesto que el Ejecutivo y el gobierno local encaran los problemas como dos equipos en pugna. Debilitados entre sí, procuran mejorías que pongan en evidencia al acérrimo rival. ¿Es necesario que vivamos de este modo?

Dejemos para otro día el panorama político y abordemos la enigmática relación entre el aire y la corriente eléctrica. Hay ciudades cuya fama deriva de sus vientos y en las que se vive sin necesidad de usar quinqués (pienso en Chicago, pero también en Pachuca, envidiable metrópoli donde los interruptores no son de temporal). La semana pasada estuve en Zacatecas y en la parte alta de la ciudad sentí que alguien me empujaba por la espalda. No se trataba de un fantasma surgido de la Mina El Edén, sino del viento que ahí sopla como si aún acompañara a la División del Norte. A propósito de este tema, una amiga me contó que de niña recorría las faldas del Cerro de la Bufa con piedras en los bolsillos para que no se la llevara el viento.

Quiso la casualidad que el apagón del miércoles me sorprendiera en Coyoacán mientras tomaba un café con el escritor zacatecano Gonzalo Lizardo. Le pregunté si en su tierra se iba la luz como en este paraje castigado por las sombras. Gonzalo evocó con nostalgia el paraíso donde el aire no apaga las computadoras.

Las palabras con que se eclipsó Goethe son las que pronuncia el chilango al despertar: "¡Más luz!". Desde hace años, los aficionados al Necaxa buscamos una razón para el calvario de que nuestro club se haya ido a Aguascalientes. Una de las conjeturas es que resulta inverosímil que los Electricistas (más tarde bautizados Rayos) jueguen en el Distrito Federal.

Por más nombres raros que se usen para describir el fenómeno atmosférico que hace dos días se abatió sobre la capital, resulta inconcebible que tengamos que vivir a tientas.

El tema viene de tan lejos que conviene recordar lo que el insuperable Jorge Ibargüengoitia escribió en Excélsior el 14 de diciembre de 1971: "Últimamente y por las noches, me ocurre con frecuencia que la realidad se transforma súbitamente y veo todo en una penumbra crepuscular. Al principio creí que este fenómeno era producto de un estado anímico, 'es que estoy deprimido', me dije, y 'todo lo veo negro'; después lo atribuí a auras epilépticas y por último, a la edad. Ahora ya sé que ninguna de estas tres suposiciones fue acertada. Lo que pasa en realidad es que estamos pasando por una crisis de electricidad". Treinta y seis años después la crisis no ha acabado.

Resulta inevitable pensar en lo que Ibargüengoitia hubiera podido escribir acerca de este valle crepuscular de no haber muerto en 1983 en un accidente aéreo. Esta semana habría cumplido 80 años bajo los trémulos focos del Distrito Federal.

El sentido del humor de Ibargüengoitia fue el instrumento más certero para diagnosticar los desastres nacionales y practicarles "autopsias rápidas". Las calamidades de la patria se han preservado tan bien que el sarcasmo del cronista no ha perdido actualidad.

Adiestrado en los chismes que sus tías contaban en Guanajuato y en la lectura de los grandes ironistas ingleses, Ibargüengoitia escribió crónicas en tono de secreto compartido. Con él, la vida cotidiana entró, disparatada y tumultuosa, en las páginas del periódico.

De 1969 a 1976 Ibargüengoitia escribió dos veces a la semana en Excélsior. Llegó ahí a los 40 años, recién jubilado como dramaturgo y cuando sólo había publicado una novela, Los relámpagos de agosto, que desacraliza la Revolución Mexicana.

El estilo del autor de Misterios de la vida diaria proviene de habilidades no siempre afines a la literatura. Ibargüengoitia fue un consumado excursionista, estudió ingeniería y durante años atendió el rancho de unos parientes. No es extraño que haya aportado a su escritura notables dosis de sabiduría práctica. Su humor deriva de actuar con sensatez en un entorno absurdo. Vistas con objetividad, la mayoría de nuestras costumbres son insostenibles. En su gozosa antropología, Ibargüengoitia aplica la lógica en sitios donde no tiene derecho de suelo; de ahí el efecto cómico: un ingeniero calcula extravagancias.

En un texto decisivo ("Humorista: agítese antes de usarse"), Ibargüengoitia aborda la incomprensión con que una cultura solemne vio a su mayor autor picaresco. Si en la tradición inglesa resulta difícil encontrar a un clásico desprovisto de ingenio, en la mexicana el humor es un ave exótica que llama la atención pero carece de la admirable importancia del águila.

En su condición de columnista excéntrico, el autor de Instrucciones para vivir en México se ocupaba de asuntos ajenos a las noticias, desde las vacaciones de su sirvienta Eudoxia al arte de tocar el claxon. Sus crónicas en rigurosa primera persona creaban una ilusión de espontaneidad. Aunque sus efectos eran calculados, caían con la sencillez que impone la franqueza.

De seguir entre nosotros, Ibargüengoitia habría tenido que festejar su cumpleaños en un apagón, sirviéndose de una linterna de sus tiempos de boy scout y el cirio pascual que sirvió "para ayudar a bien morir a la difunta abuela".

En cierta forma, que no haya luz en la que fue su casa es un acto de justicia poética. La realidad sigue igual de lastimosa, pero su flama está encendida.

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