Ojarasca
Las nuevas sentencias impuestas por los jueces a los prisioneros de Atenco han puesto en la picota, como ningún otro “caso” reciente, el nivel ético del sistema judicial mexicano, al exhibir ahora su absoluta subordinación al antojo escarmentador de un gobernador, el del Estado de México, Enrique Peña Nieto. Lo alarmante es que este vengador de la clase empresarial y política, punta del iceberg corporativo-delincuencial del nuevo PRI tenga aspiraciones y posibilidades de llegar a la presidencia y restaurar al tricolor y cosas peores.
Cómo estarán las cosas en la República que interesan más los contratos sentimentales de los políticos con estrellas del espectáculo que el escándalo, verdadera vergüenza, de condenar a más de un siglo en cárceles de alta seguridad a un luchador campesino que no mató a nadie ni se robó nada. Ignacio del Valle, con Héctor Galindo y Felipe Álvarez, recibe un escarmiento ejemplar por atreverse a defender sus tierras generosas y cargadas de historia. Lo mismo los diez campesinos inocentes que purgan 31 años de prisión condenados por “secuestro equiparado” en la modalidad de flagrante mentira y ausencia de testimonios, pero bajo consigna política. Alguien tenía que pagar la alevosía de 2002 contra el promisorio aeropuerto de Fox y compañía.
Esto, en un país sometido a matanzas cotidianas, secuestros violentos y avariciosos de todo tipo, feminicidios, criminalización del descontento social, fascistización mediática, militarización. Donde ningún “mochaorejas” o capo de alto calibre recibe el maltrato ni las condenas obsequiadas por los magistrados a los dignos dirigentes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra.
El silencio de la opinión pública es más ensordecedor aun que el dedicado a la violencia e injusticia en comunidades y territorios indígenas y campesinos del país, barrios urbanos, universidades, fronteras.
La impunidad militar quedó garantizada en Zongolica, y está en vías de serlo en Lachivía, Oaxaca, pues resulta que los soldados que ejecutaron a dos indígenas por la espalda (ver Ojarasca, núm 136, agosto de 2008) según sus mandos “repelieron un ataque” de los campesinos zapotecas, del cual no existe ninguna evidencia pues nunca ocurrió.
En este contexto se anunció que la Suprema Corte de Justicia de la Nación atraerá el caso de Acteal, para revisar como asunto de gran prioridad los expedientes de los paramilitares tzotziles sentenciados por la masacre de diciembre de 1997. La decisión fue precedida por una conmovedora campaña de revisionismo histórico de “intelectuales mediáticos” y centros académicos afines a la derecha, preocupados ante la posibilidad de que algunos de esos indígenas hayan sido sentenciados injustamente.
Su preocupación es plausible. Nadie debe estar preso injustamente. Llaman la atención sus énfasis y preferencias. Invocando un humanismo que ellos mismo no siempre dan muestras de digerir, debatieron y televisaron y se entrevistaron entre sí para subrayar el punto.
Cuánto se agradecería que mostraran alguna vez la mitad de esa atención humanitaria para los centenares de indígenas en todo México encarcelados sin razón por delitos inventados y venganzas políticas. Nada más en Chiapas, durante 2008 el gobierno debió liberar a 40 presos políticos tras una dolorosa y nada secreta huelga de hambre, movilizaciones y sólidas argumentaciones jurídicas. Pero estos intelectuales nunca se hicieron oír al respecto, siendo que se hubieran dado el gusto de ser todavía más humanitarios y coincidir con una causa que demostró ser justa. Pero nada. Su capacidad de “justicia para indios” es limitada, selectiva, ideológica, mercenaria.
Es a ellos que hicieron caso los jueces federales, y de salirse con la suya, los paramilitares de Acteal serían la excepción que confirma la regla. Por lo demás, aquí el que paga es el indio (el campesino, obrero inconforme, luchador social y hasta los chivos expiatorios que nada más venían por la calle y el ministerio público pasó a torcer para complacer al jefe).
Otra cara del terrorismo de Estado.
Las nuevas sentencias impuestas por los jueces a los prisioneros de Atenco han puesto en la picota, como ningún otro “caso” reciente, el nivel ético del sistema judicial mexicano, al exhibir ahora su absoluta subordinación al antojo escarmentador de un gobernador, el del Estado de México, Enrique Peña Nieto. Lo alarmante es que este vengador de la clase empresarial y política, punta del iceberg corporativo-delincuencial del nuevo PRI tenga aspiraciones y posibilidades de llegar a la presidencia y restaurar al tricolor y cosas peores.
Cómo estarán las cosas en la República que interesan más los contratos sentimentales de los políticos con estrellas del espectáculo que el escándalo, verdadera vergüenza, de condenar a más de un siglo en cárceles de alta seguridad a un luchador campesino que no mató a nadie ni se robó nada. Ignacio del Valle, con Héctor Galindo y Felipe Álvarez, recibe un escarmiento ejemplar por atreverse a defender sus tierras generosas y cargadas de historia. Lo mismo los diez campesinos inocentes que purgan 31 años de prisión condenados por “secuestro equiparado” en la modalidad de flagrante mentira y ausencia de testimonios, pero bajo consigna política. Alguien tenía que pagar la alevosía de 2002 contra el promisorio aeropuerto de Fox y compañía.
Esto, en un país sometido a matanzas cotidianas, secuestros violentos y avariciosos de todo tipo, feminicidios, criminalización del descontento social, fascistización mediática, militarización. Donde ningún “mochaorejas” o capo de alto calibre recibe el maltrato ni las condenas obsequiadas por los magistrados a los dignos dirigentes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra.
El silencio de la opinión pública es más ensordecedor aun que el dedicado a la violencia e injusticia en comunidades y territorios indígenas y campesinos del país, barrios urbanos, universidades, fronteras.
La impunidad militar quedó garantizada en Zongolica, y está en vías de serlo en Lachivía, Oaxaca, pues resulta que los soldados que ejecutaron a dos indígenas por la espalda (ver Ojarasca, núm 136, agosto de 2008) según sus mandos “repelieron un ataque” de los campesinos zapotecas, del cual no existe ninguna evidencia pues nunca ocurrió.
En este contexto se anunció que la Suprema Corte de Justicia de la Nación atraerá el caso de Acteal, para revisar como asunto de gran prioridad los expedientes de los paramilitares tzotziles sentenciados por la masacre de diciembre de 1997. La decisión fue precedida por una conmovedora campaña de revisionismo histórico de “intelectuales mediáticos” y centros académicos afines a la derecha, preocupados ante la posibilidad de que algunos de esos indígenas hayan sido sentenciados injustamente.
Su preocupación es plausible. Nadie debe estar preso injustamente. Llaman la atención sus énfasis y preferencias. Invocando un humanismo que ellos mismo no siempre dan muestras de digerir, debatieron y televisaron y se entrevistaron entre sí para subrayar el punto.
Cuánto se agradecería que mostraran alguna vez la mitad de esa atención humanitaria para los centenares de indígenas en todo México encarcelados sin razón por delitos inventados y venganzas políticas. Nada más en Chiapas, durante 2008 el gobierno debió liberar a 40 presos políticos tras una dolorosa y nada secreta huelga de hambre, movilizaciones y sólidas argumentaciones jurídicas. Pero estos intelectuales nunca se hicieron oír al respecto, siendo que se hubieran dado el gusto de ser todavía más humanitarios y coincidir con una causa que demostró ser justa. Pero nada. Su capacidad de “justicia para indios” es limitada, selectiva, ideológica, mercenaria.
Es a ellos que hicieron caso los jueces federales, y de salirse con la suya, los paramilitares de Acteal serían la excepción que confirma la regla. Por lo demás, aquí el que paga es el indio (el campesino, obrero inconforme, luchador social y hasta los chivos expiatorios que nada más venían por la calle y el ministerio público pasó a torcer para complacer al jefe).
Otra cara del terrorismo de Estado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario