domingo, septiembre 28, 2008

Del don de la ubicuidad de un tema

Carlos Monsiváis

En 1918, Ramón López Velarde escribió: “Mejor será no regresar al pueblo, / al edén subvertido que se calla / en la fascinación de la metralla”.

Noventa años después, ¿cuántos podrían suscribir estos versos cuyo contexto ya no es la Revolución sino los arrasamientos del narcotráfico, de la presencia ubicua de las armas, del impulso de la deshumanización, siempre presente pero ahora vigorizada por la nueva impunidad?

En estos años, particularmente desde la década de 1990, la presunción de un narcoestado ha ido creciendo en medio del viaje circular del miedo al terror, de la suspicacia al pánico, de la resignación a la paranoia. Sin que se advierta al principio, el narcotráfico trastoca la mentalidad social, crea las fuentes de empleo cuyos beneficiarios dejan de existir en fechas próximas y fomenta una “religión de la crueldad” entre quienes, de manera primordial, depositan su poder y su capacidad de diálogo en el uso de las armas.

Así esté presente en varios estados (Michoacán, un ejemplo destacado), la región más afectada del país es la frontera norte, agobiada por la presencia del narcotráfico, la otra sociedad que amedrenta y en buena medida transforma a las sociedades existentes (el miedo no anda en utopías), y esto influye en las nociones de arraigo y desarraigo, de comunidad y de confianza individual, de sentido de la historia y de pertenencia a un país.

Los acontecimientos recientes, en especial las granadas arrojadas en Morelia con el impulso del azar homicida, dibujan otra realidad social y sicológica, otra forma de medir los liderazgos, otra redefinición de ética y moral, la que surge de su abolición drástica. El país no se ha entregado al narco ni se puede hablar de situaciones que reduzcan todavía más el depósito humanista que subsiste en toda sociedad, pero sí se han pulverizado los restos de la confianza antigua en “la normalidad”, y sí actúa, avasalladoramente, la demografía en expansión.

“Ya nunca seremos menos”. Aparece la zona de los “desechables”, expulsados de sus comunidades y regiones por el desempleo, el cacicazgo y el hambre; los “desechables” que se dejan ver vueltos cadáveres o verdugos, los mismos que dos generaciones antes habrían sido vagos del pueblo o precaristas del billar de la esquina.

¿Quiénes integran a Los Zetas, a La Familia de Michoacán, al cártel del Golfo, a los grupos cuyo nombre, cortesía de las procuradurías, nada informa de su reclutamiento y de sus formas de vida o de muerte? Sólo estamos al tanto de las resonancias indirectas y directas del narcotráfico, y apenas intuimos, y malamente, el volumen del dinero que se maneja, y las complicidades de políticos, financieros y jefes policiacos.

De lo otro sí llevamos la contabilidad del espanto: los cuerpos hallados al cabo de torturas, mutilaciones, asfixias, apuñalamientos, descargas de automáticas y AK-45; las familias deshechas, las viudas en el desamparo, los hijos a la deriva; los pueblos y las ciudades en el amedrentamiento; la sociedad entera que habla del desmoronamiento de la nación, del derrumbe, de aquí a dónde se va.

El rumor, el morbo, la histeria informativa, las hipótesis que dan lugar a leyendas que se desvanecen, las trayectorias de los capos que se manejan como parte central de la nueva historia del feudalismo, las sagas entonadas por la onda grupera, “el pintoresquismo” atribuido hasta hace poco a una realidad trágica, las anécdotas con filo humorístico que dos granadas deshacen y les devuelven su condición básica: los residuos de una minoría que en el camino al dinero fácil, y en plena complicidad con una parte de los poderes de México y Estados Unidos, adquirió el gusto interminable por la crueldad y los asesinatos.

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