Las guerras civiles o las secuelas de algunos procesos de restructuración del poder en las sociedades modernas pueden recorrer el trayecto de acuerdos de paz y de formación de coaliciones, o bien el de dictaduras o el del entronizamiento de grupos etnocráticos que desaten campañas genocidas y de limpieza étnica difíciles de cuantificar, resistir o reconocer como procesos de la historia de las civilizaciones humanas.
Sin embargo, el balance y deslinde de procesos extremos de confrontación social de un Estado fracturado o en vías de recomposición son esenciales para la restitución del tejido social de ese pueblo. En términos historiográficos y políticos, tal deslinde es necesario, pero doloroso. Los procesos de convulsión requieren de un tratamiento complejo que abarque múltiples facetas, tanto por medio de Comisiones de la Verdad (Sudáfrica o Guatemala, pongamos por caso) como en procesos penales posteriores (Argentina y Chile, por ejemplo, o en México la fallida Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado).
Pueden presentar semejanzas en la intensidad de violencia ciertas facetas de la guerra civil española y ciertos periodos de la consolidación del régimen franquista con alguna etapa de las dictaduras latinoamericanas derivadas de golpes de Estado: Chile, Argentina, Paraguay, Perú, Guatemala o el México convulso de la Revolución de 1910 y sus secuelas de lustros. Es posible que la desintegración de la vieja Yugoslavia y el genocidio de Kosovo no tengan paralelo en este continente, pero persecuciones en contextos racistas y de invasión territorial como ha ocurrido en Kosovo, en diversos países africanos y en Palestina, pueden ser sujetos de algunas aproximaciones comparativas en los casos de masacres a poblaciones indígenas o de despojos territoriales en distintas regiones del continente americano.
En estos casos la guerra es el referente central, ciertamente. La guerra con sus entramados convencionales o ilegales, con sus laberínticos discursos difíciles de comprobar con la realidad o la verdad social. Pero incluso en países que podríamos considerar sociedades de normalidad democrática, a salvo de procesos de excepción, como las guerras civiles o los golpes de Estado, surgen una estrategia de guerra para enfrentar oficialmente distintos momentos y modalidades de la inconformidad social. No desconozco que la guerrilla rural y urbana surge a menudo apoyándose en una declaración formal de guerra, pero no olvido que de manera recurrente los Estados se niegan a reconocerla como fuerza beligerante a fin de no quedar sujetos a un orden legal internacional, como el del Protocolo II adicional a los convenios de Ginebra, que regula conflictos armados de carácter interno. La guerrilla rural es una forma de guerra, pues, pero entre nosotros no ha puesto aún en vilo al Estado mismo, que la subsume como inconformidad social y a menudo como delincuencia, no como guerra convencional. En este orden, en un país que podemos reconocer como de normalidad democrática, y que ante la insurgencia rural o el crimen organizado, no digamos ya ante la inconformidad social no armada, se espera que actúe conforme a sus propias leyes, conforme a derecho, en este orden, repito, en este sentido, sitúo mi análisis sobre la violencia social en México.
Ahora bien, la violencia de Estado en los movimientos sociales mexicanos del siglo XX se desplegó en una amplia gama de regiones y sectores sociales, tanto en los contextos de prevención, contención, represión o persecución de procesos de inconformidad social, como en su canalización contra núcleos sociales vulnerables, sectores gremiales, regiones aisladas, comarcas, partidos políticos, movimientos subversivos, manifestaciones populares.
Sería natural suponer que a la complejidad de los procesos de inconformidad social corresponde la complejidad de la violencia de Estado. Pero esta premisa adolece de un reduccionismo casuístico, que dejará de lado la visión general de los elementos constantes y recurrentes mediante los cuales opera esa violencia. Adolece de un reduccionismo más: creer que la inconformidad social es una forma de violencia que el Estado se propone frenar o resolver.
Estas premisas de análisis podrían allanarse si recurrimos al deslinde inicial de algunos elementos constantes y básicos en estos procesos complejos: me refiero a los órdenes del discurso, de la acción militar o policial, de las instancias de procuración e impartición de justicia y en ocasiones de la legislación misma. Proponer las constantes mínimas que concurren en este tipo de violencia social ayuda a entender cuándo la decisión de un gobernante deja de ser administrativa y se convierte en violencia de Estado.
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