La muerte para los mexicanos, más que un concepto, es una expresión de su identidad. Sin embargo, su sentido jocoso, manifiesto en las calaveras, es más reciente, y su padre indiscutible es el grabador José Guadalupe Posada (1852-1913), quien utilizó las figuras descarnadas provenientes de las tradiciones medievales y prehispánicas con el sentido socarrón del carácter popular mexicano, espíritu de ahuizote, irreverente, que ya había hecho acto de presencia, a principios del siglo XIX, en la literatura de José Joaquín Fernández de Lizardi y, a mediados de esa centuria, en románticos mexicanos como Guillermo Prieto, pero que se consolida en la tradición popular del siglo XX. Este imaginario mexicano de la muerte ha evolucionado del carácter sagrado en los tiempos antiguos al carácter sincrético y festivo del presente; sin embargo, pese a las calaveras literarias, es dudoso sostener, aun como idea fundamental, que el mexicano se ría de la muerte, como afirma, entre otros, Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Más bien, como observa Paul Westheim [crítico de arte y especialista en arte precolombino e historiador del arte mexicano], en esta tradición el mexicano se ríe -por no llorar- de la vida, de sí mismo y de su destino, cuyo consuelo final es la muerte, donde se igualará con todos los que, en el imaginario popular de raíz católica, son inalcanzables en esta vida. Como sostiene el mismo Paz, se trata de una de las máscaras del mexicano, el exterior del enigma que más ha impresionado a los extraños que se acercan a este fenómeno necrófilo nacional. Paul Westheim sostiene que hay una pervivencia de la percepción prehispánica de la existencia en las imágenes y costumbres relacionadas con la muerte: La carga psíquica del mexicano que da un tinte trágico a su existencia, hoy como hace dos y tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuesto, y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros... Y esa angustia ha pasado también a las manifestaciones de alta cultura, sobre todo en la pintura y en la literatura, donde la muerte es una presencia constante, una búsqueda, una obsesión que se podría calificar de metafísica, porque define lo mexicano o la mexicanidad en autores como Netzahualcóyotl ("aunque sea de jade, se quiebra..."), Sor Juana Inés de la Cruz ("Conque con docta muerte y necia vida,/viviendo engañas y muriendo enseñas", dice a una rosa), Xavier Villaurrutia (en su Nostalgia de la muerte ) y José Gorostiza (con Muerte sin fin ), en poesía; o en narradores como Juan Rulfo, cuya novela Pedro Páramo , cumbre de las letras nacionales, muestra precisamente nuestra convivencia con la muerte y nuestros muertos. Tezcatlipoca: los días aciagos Según el calendario solar prehispánico, de los 365 días del año cinco son aciagos. Mas en la cotidianidad de la vida de los pueblos antiguos predominaba la incertidumbre. El dios que rige esta inestabilidad es Tezcatlipoca, una especie de Dionisos mexica, que conduce todos los excesos pero que también los castiga, que un día eleva a los hombres y al siguiente los abate (Westheim, 1971). El mismo rey poeta, Netzahualcóyotl, expresaba esa angustia en sus poemas, cantos a la fugacidad y la vulnerabilidad de la vida: En vano he nacido, en vano he venido a salir de la casa del dios de la Tierra, ¡Yo soy menesteroso! Ojalá en verdad no hubiera salido, que de verdad no hubiera venido a la Tierra… En cierto momento difícil de su existencia, Netzahualcóyotl reclama a la divinidad, Moyocoyatzin, el que se inventa a sí mismo, tanta inclemencia; pero también acepta que esa arbitrariedad es parte de la agonía de la existencia: Nadie puede estar a su lado, tener éxito, reinar en la Tierra Paradójicamente, en esa volubilidad los antiguos también veían la esperanza de la continuidad de la vida, que no era la esperanza de una existencia eterna en un más allá, sino la posibilidad de retornar a la vida en otro ciclo, como en el Popol Vuh , donde los dioses gemelos descienden al Inframundo y triunfan sobre la muerte para dar lugar a la existencia del hombre. Paul Westheim destaca que más que una conciencia o noción de inmortalidad, en el México antiguo existía la creencia en "la indestructibilidad de la fuerza vital, que subsistía más allá de la muerte". Los astros, los colibríes, el maíz son representaciones de esa potencia que emana de los dioses. El colibrí es símbolo de la resurrección de Huitzilopochtli, el Sol. La Luna dijo a los hombres: "Lo mismo que yo muero y renazco, vosotros moriréis para renacer después." Centéotl, el dios del maíz, muere para renacer. La convivencia con la muerte era natural; por eso en todas las manifestaciones del arte antiguo los hombres coexisten con los descarnados, con las calaveras. Y en el imaginario colectivo se podía hablar con los muertos; morir era como un simple 'cambio de domicilio'. Todo fallecimiento era sagrado: el de los ahogados, el de las mujeres en el parto, el de los niños, el de los guerreros y, sobre todo, el de los sacrificados a los dioses. Al morir de enfermedad general se descendía durante nueve años rituales al Mictlan; los niños iban al Xochatlapan; los guerreros y las mujeres muertas en el parto acompañarían a Huitzilopochtli, y al Tlalocan irían los ahogados (Matos Moctezuma, 1997). Pero como dice Eduardo Matos Moctezuma, a la muerte, como la concebían los antiguos, también le llegó su muerte con la conquista de los españoles y la imposición de una nueva noción del ciclo de vida. Una concepción también sangrienta representada en el Cristo sacrificado, que le dio jaque a Huitzilopochtli, como se lee en el cuento Chac Mool , de Carlos Fuentes, y que sobrepuso a las tradiciones 'paganas' las formas del terror medieval a la muerte, sólo soportable en la esperanza de una vida eterna en el más allá, esperanza que se expresaba constantemente en los Memento mori (acuérdate de la muerte), las representaciones pictóricas de las vanitas vanitatum (vanidad de vanidades) y las danzas macabras, que llegan con la concepción cristiana de la España de fin del Medievo y se refuerzan en el Barroco y la Contrarreforma religiosa. La muerte chocarrera Como en la época prehispánica, la muerte es para los mexicanos una madre -suplida después de la conquista por la Virgen de Guadalupe-; es, además, una celebración de la vida, un consuelo, un viaje a otro mundo menos triste que éste y, por lo tanto, casi un retorno al útero. La muerte, en su imagen actual, también es la venganza contra aquellos que se sueñan inmortales, pues la realidad, según nuestra herencia medieval española, es el inevitable fin de la vida terrena. En el siglo XIX, después de la caída del imperio de Maximiliano de Habsburgo, en la prensa nacional cobró fuerza la caricatura política como una forma de la crítica a las fuerzas conservadoras. Pero es con José Guadalupe Posada y su editor, Antonio Vanegas Arroyo, ya en ese México porfirista que excluye de la modernidad positivista a vastos sectores sociales, cuando las calaveras hacen su aparición para, en una paródica reinterpretación de las danzas macabras medievales, criticar con humor las vanidades de los sectores sociales egoístas y de los políticos ambiciosos y corruptos de la época. Estas calaveras -la mayoría de autores anónimos- consisten en versos jocosos, octosílabos, en general décimas o coplas (lo que hace imaginar que también se podían acompañar con música o que retoman la tradición medieval del cancionero), que aparecen al pie de ilustraciones de personajes descarnados, caricaturizados, pero que asumen los papeles que se critican, ya sean populares, de profesiones o de quienes están en el candelero político o social. La tradición de las calaveras se arraigó en México por la celebración del día de muertos, junto con algunos otros fenómenos literarios, como la representación de Don Juan Tenorio , de José Zorrilla, que tuvo gran éxito a fines del siglo XIX, y cuyo montaje, incluso con variantes paródicas, se convirtió en una costumbre de esa temporada, pues su mensaje final concordaba con esa visión picaresca de la vida mexicana, que permite pecar desaforadamente y arrepentirse en el último instante de la vida para lograr el perdón divino; cinismo que, por cierto, no perdonan las calaveras. En éstas, el dibujo de una muerte chocarrera carga con los personajes más reputados de cada época, dibujados también como calaveras, ya sea con los rasgos del aludido o, como en las calaveras de azúcar, con letreros o pequeños epitafios que los identifican y hacen el recuento de sus defectos o sus venalidades -los pecados de la tradición medieval-, que los hacen merecedores de un lugar en este panteón popular. Como en la Edad Media , cuando la muerte cumplía una función 'democratizadora' de la justicia divina, las calaveras constituyen una "crítica social que deja profunda impresión en los ánimos, precisamente por salir de la desdentada boca de la muerte, la imparcial, la insobornable" (Westheim, 1971). Desde luego, las calaveras también tienen un carácter fraterno y, así, se pueden dirigir a los amigos o a los personajes queridos, pero destacando en este caso sus virtudes, como en las calaveras de azúcar que se regalan a los niños o que se regalaban algunos enamorados: El que anda de enamorado y a una mujer echa un reto no se figura el menguado que enamora a un esqueleto. Asimismo, la muerte se manifiesta en las calaveras como una presencia democrática que abate por igual a los tiranos, lo que nos recuerda la última etapa de la Edad Media en Europa, cuando ante las pestes y las enfermedades los poderosos no tenían ninguna defensa contra la muerte y sucumbían al igual que los pobres. Las Calaveras en montón son un ejemplo de esta visión de la muerte: Es una verdad sincera lo que nos dice esta frase: que sólo el ser que no nace no puede ser calavera. ... Es calavera el inglés, calavera, sí señor, calavera fue el francés y Fauré y Sadi Carnot. El chino, el americano, el papa y los cardenales, reyes, duques, concejales y el jefe de la nación en la tumba son iguales: calaveras del montón .... Los ricos por su elegancia, los rotitos con redrojos, los pobres por su miseria, los tontos por su ignorancia, los jóvenes por su infancia, los hombres de edad madura, todos en la sepultura, con las viejas, ¡qué ficción!, serán, como dice el cura: calaveras del montón. Sin embargo, ante los avances de la ciencia y la pérdida de efectividad de La Parca , la muerte se ha convertido para nosotros -el día de muertos- en una jornada de desfogue carnavalesco, donde los políticos, los poderosos, los corruptos y los arbitrarios son puestos en su lugar por esta quijotesca muerte -también dibujada por Posada-, desfacedora de entuertos y protectora de los desvalidos y los huérfanos, quien en breves sentencias expresa los agravios y la condena inexorable. Empero, el antídoto contra este sublimado deseo de muerte está en la misma sentencia jocosa, pues como dice la sabiduría popular, "hierba mala nunca muere". Investigación de Francisco Emilio de la Guerra tomado de ‘El Correo del Maestro' |
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