María Teresa Priego
De la esperanza. Entreteneos aquí con la esperanza. El júbilo del día que vendrá os germina en los ojos como una luz reciente. Pero este día que vendrá no ha de venir: es éste. Jaimes Sabines
Tiene que ver con la luz, la esperanza. Sin duda. Y con el amor. Con la amistad. Con la búsqueda de armonía. Con la salud, física y mental. Con la posibilidad de confiar. De confiarse. De ir cimentando un indispensable piso de certidumbre emocional, donde apoyamos y nos apoyan. Arropamos y nos arropan. Tiene que ver con el deseo de vivir y de aprehender la vida. No dejarla pasar. Con los ojos cerrados, con el corazón entumido. No dejarla pasar. La vida. Con las manos atadas. Mirar la realidad, y soñar mucho. Tiene que ver la esperanza, con la posibilidad de trabajar, de sentirnos útiles para otros y para nosotros mismos, de sentirnos capaces de ir cimentando, un indispensable piso de certidumbre material. Tiene que ver con el deseo y la necesidad, de mirar hacia adentro de nosotros, de nuestro núcleo (el micro) y el deseo y la necesidad de mirar hacia afuera (el macro). Y en ambos espacios, el individual y el colectivo, concebir la posibilidad de vivir mejor. De construir bienestar.
La esperanza es la antítesis de la indiferencia, del desapego, de la hostilidad, de la parálisis ante las dificultades de la vida. La adversaria de la apatía y del desdén. ¿De qué está hecha? ¿De dónde surge? Está allí cargada de todas las promesas de la vida. Tiene que ver con los días transparentes, en los que una puede apreciar el horizonte, y con los días nublados, en los que una cierra los ojos, y toca imaginarlo. A veces la esperanza fluye, con una pasmosa naturalidad. Está. La sentimos en la piel. Nos hace más fuertes, más valientes. A veces hay que caminar un poco más lejos, para ir por ella. A veces, es como una lámpara brillante que nos guía. Un faro. Navegamos confiados hacia el puerto de nuestra elección. Otras es una lamparita descarapelada, a la que hay que pulir con cuidado, porque anda cuchita, y en un descuido, corremos el riesgo de quebrarla. Días en los que percibimos el faro, pero fantasmagórico y entre brumas ¿Por dónde quedará nuestro puerto?
La esperanza, me ha sucedido sentirla en las manos, como un objeto mágico y casi tangible. Una se sumerge y nada, en una inmensa y suave gratitud por la vida. El silencio en la casa y los niños que duermen. Tranquilos. El padre de mi hijo mayor, que comenzó el año tan amenazantemente enfermo, y ahora está sano. Un abrazo, de amaneceres que cantan, en el kiosco morisco. La amistad. Los duelos que van transcurriendo despacito. La risa. La convivencia intimista. La escritura. Pero también, a esa esperanza, me ha sucedido buscarla desesperadamente por toda la casa, revolver los baúles y los roperos, comenzar a imaginarme que estoy en serios problemas, que ya me quedé sin ella. Llamarla primero, prudentemente y en murmullos, y luego subir el tono: “Esperanza, sé que estás por allí, oculta en algún lado ¿Tendrías a bien manifestarte y acompañarme un rato?”. ¿Les ha pasado que se les escabulla la esperanza? Y luego, de golpe. Por suerte. Regresa.
Cuando se esconde o cuando brilla, me pregunto ¿de qué está hecha? ¿Cuáles son esas partículas microscópicas que la conforman? Se acaba el año. Principia el año. “El ciclo del eterno retorno”. Los buenos deseos. Los buenos propósitos, son rituales de afecto, de intercambio de fuerza, y de esperanza. En algunas zonas de Tabasco, un muñeco en las puertas de las casas, representa al “año viejo”. Lo visten con andrajos, con un sombrero de paja, y lo dejan allí sentadito por días, como si observara desde el umbral a los paseantes. Despidiéndose. La noche de fin de año, es “la quema”, de Don año viejo. Un símbolo del pasado tiene que arder, para que el futuro comience. El ritual de la vida que recomienza. Que se renueva. El ritual de la esperanza.
Mircea Eliade, (estudioso de las religiones) describe en varias de sus obras, cómo las ceremonias de fin y principio de año marcan, desde las culturas más antiguas, la necesidad humana de concebir el tiempo, como un “ciclo del eterno retorno”. Una vuelta periódica –reglamentada en sus fechas, y definida en sus rituales- al tiempo de los orígenes. Al de la fuerza primordial, asociada con el principio de la creación. “La renovación por excelencia se opera en el Año Nuevo, cuando se inaugura un nuevo ciclo temporal. Pero la renovatio efectuada por el ritual del Año Nuevo, es en el fondo, una reiteración de la cosmogonía. Cada año nuevo recomienza la creación. Y son los mitos –cosmogónicos como los mitos de origen. Los que recuerdan a los hombres, cómo ha sido creado el mundo y que ha sucedido después”. “El “mundo”, explica Eliade, “ siempre es el mundo que conocemos, y en el que vivimos; difiere de un tipo de cultura a otra; existen en consecuencia un número considerable de ‘Mundos’, pero lo importante, es el hecho, de que a pesar de las diferencias de estructuras socioeconómicas, y la variedad de contextos culturales, los pueblos arcaicos piensan que el ‘Mundo’ debe ser renovado anualmente, y esa renovación se opera según un modelo: la cosmogonía o un mito de origen, que juega el rol de un mito cosmogónico”.
“El año”, es concebido de muy diversas maneras, así como sus fechas, que dependen de la geografía, del clima, de la cultura, pero la constante que Eliade, encontró en sus estudios fue la del “ciclo”. Una duración temporal determinada, que tiene un comienzo y un fin, y ambos momentos están marcados por una serie de rituales, generacionalmente atesorados y transmitidos. Los rituales están consagrados a imaginar “la renovación del mundo”. Y por consiguiente, la del individuo.
Ofrece el ejemplo, de algunos pueblos australianos, en Kimberley, las pinturas rupestres, que se suponen creadas por los ancestros míticos, son repintadas cíclicamente, para reactivar su potencia creadora, tal y como se supone se manifestó en los principios del mundo. Y las tribus californianas, Karok, Hupa y Yurok, consideran que el cosmos está amenazado de ir hacia su ruina, si no se le recrea anualmente, a esas ceremonias de recreación le llaman: “Restaurar el mundo”.
“A través de la repetición anual de la cosmogonía, el Tiempo se regeneraba, recomenzaba en tanto que tiempo sagrado, puesto que coincidía con el tiempo de los orígenes, participando al “fin de ese mundo”, y a su recreación, el hombre se convertía en un contemporáneo de “Illud tempus”, en el hombre, que nacía de nuevo, recomenzaba su existencia con su reserva de fuerzas vitales intacta, como en el momento de su nacimiento”.
Y si, esa esperanza está inscrita en nuestros rituales de fin de año. “Te deseo lo mejor”, “Que se realicen tus deseos”. “Que tus sueños se hagan realidad”. Nos abrazamos. Comemos despacito las doce uvas-deseo por deseo- invocamos un futuro donde lo bueno florezca, donde se detenga la oscuro. Donde los vínculos de afecto se consoliden. Donde el tejido social, comience poco a poco a sanar sus graves desgarraduras. Hay tanto de magia en ese rito del último día del año, porque en algún lugar importante adentro nuestro, la mayoría de las personas, lo creemos. Llegamos al 31 con la lista firme de los buenos propósitos, aunque muchos de ellos lleven ya varios años en el baulito, reciclados una y otra vez. “Esta vez sí”, como si el primero de enero se abriera, como una página en blanco, que nos da la oportunidad de recomenzar a escribirnos. “A partir de mañana”, y sentimos por dentro esa esperanza de renovación: “Restaurar el mundo”.
¿Cómo te imaginas ese mundo restaurado?
¿Qué eliges sanar en él? ¿En tu familia? ¿En ti mismo?
¿Cuáles son tus “propósitos”-deseos- de año nuevo?
La botella se fue al mar. Nos escuchamos.
De la esperanza. Entreteneos aquí con la esperanza. El júbilo del día que vendrá os germina en los ojos como una luz reciente. Pero este día que vendrá no ha de venir: es éste. Jaimes Sabines
Tiene que ver con la luz, la esperanza. Sin duda. Y con el amor. Con la amistad. Con la búsqueda de armonía. Con la salud, física y mental. Con la posibilidad de confiar. De confiarse. De ir cimentando un indispensable piso de certidumbre emocional, donde apoyamos y nos apoyan. Arropamos y nos arropan. Tiene que ver con el deseo de vivir y de aprehender la vida. No dejarla pasar. Con los ojos cerrados, con el corazón entumido. No dejarla pasar. La vida. Con las manos atadas. Mirar la realidad, y soñar mucho. Tiene que ver la esperanza, con la posibilidad de trabajar, de sentirnos útiles para otros y para nosotros mismos, de sentirnos capaces de ir cimentando, un indispensable piso de certidumbre material. Tiene que ver con el deseo y la necesidad, de mirar hacia adentro de nosotros, de nuestro núcleo (el micro) y el deseo y la necesidad de mirar hacia afuera (el macro). Y en ambos espacios, el individual y el colectivo, concebir la posibilidad de vivir mejor. De construir bienestar.
La esperanza es la antítesis de la indiferencia, del desapego, de la hostilidad, de la parálisis ante las dificultades de la vida. La adversaria de la apatía y del desdén. ¿De qué está hecha? ¿De dónde surge? Está allí cargada de todas las promesas de la vida. Tiene que ver con los días transparentes, en los que una puede apreciar el horizonte, y con los días nublados, en los que una cierra los ojos, y toca imaginarlo. A veces la esperanza fluye, con una pasmosa naturalidad. Está. La sentimos en la piel. Nos hace más fuertes, más valientes. A veces hay que caminar un poco más lejos, para ir por ella. A veces, es como una lámpara brillante que nos guía. Un faro. Navegamos confiados hacia el puerto de nuestra elección. Otras es una lamparita descarapelada, a la que hay que pulir con cuidado, porque anda cuchita, y en un descuido, corremos el riesgo de quebrarla. Días en los que percibimos el faro, pero fantasmagórico y entre brumas ¿Por dónde quedará nuestro puerto?
La esperanza, me ha sucedido sentirla en las manos, como un objeto mágico y casi tangible. Una se sumerge y nada, en una inmensa y suave gratitud por la vida. El silencio en la casa y los niños que duermen. Tranquilos. El padre de mi hijo mayor, que comenzó el año tan amenazantemente enfermo, y ahora está sano. Un abrazo, de amaneceres que cantan, en el kiosco morisco. La amistad. Los duelos que van transcurriendo despacito. La risa. La convivencia intimista. La escritura. Pero también, a esa esperanza, me ha sucedido buscarla desesperadamente por toda la casa, revolver los baúles y los roperos, comenzar a imaginarme que estoy en serios problemas, que ya me quedé sin ella. Llamarla primero, prudentemente y en murmullos, y luego subir el tono: “Esperanza, sé que estás por allí, oculta en algún lado ¿Tendrías a bien manifestarte y acompañarme un rato?”. ¿Les ha pasado que se les escabulla la esperanza? Y luego, de golpe. Por suerte. Regresa.
Cuando se esconde o cuando brilla, me pregunto ¿de qué está hecha? ¿Cuáles son esas partículas microscópicas que la conforman? Se acaba el año. Principia el año. “El ciclo del eterno retorno”. Los buenos deseos. Los buenos propósitos, son rituales de afecto, de intercambio de fuerza, y de esperanza. En algunas zonas de Tabasco, un muñeco en las puertas de las casas, representa al “año viejo”. Lo visten con andrajos, con un sombrero de paja, y lo dejan allí sentadito por días, como si observara desde el umbral a los paseantes. Despidiéndose. La noche de fin de año, es “la quema”, de Don año viejo. Un símbolo del pasado tiene que arder, para que el futuro comience. El ritual de la vida que recomienza. Que se renueva. El ritual de la esperanza.
Mircea Eliade, (estudioso de las religiones) describe en varias de sus obras, cómo las ceremonias de fin y principio de año marcan, desde las culturas más antiguas, la necesidad humana de concebir el tiempo, como un “ciclo del eterno retorno”. Una vuelta periódica –reglamentada en sus fechas, y definida en sus rituales- al tiempo de los orígenes. Al de la fuerza primordial, asociada con el principio de la creación. “La renovación por excelencia se opera en el Año Nuevo, cuando se inaugura un nuevo ciclo temporal. Pero la renovatio efectuada por el ritual del Año Nuevo, es en el fondo, una reiteración de la cosmogonía. Cada año nuevo recomienza la creación. Y son los mitos –cosmogónicos como los mitos de origen. Los que recuerdan a los hombres, cómo ha sido creado el mundo y que ha sucedido después”. “El “mundo”, explica Eliade, “ siempre es el mundo que conocemos, y en el que vivimos; difiere de un tipo de cultura a otra; existen en consecuencia un número considerable de ‘Mundos’, pero lo importante, es el hecho, de que a pesar de las diferencias de estructuras socioeconómicas, y la variedad de contextos culturales, los pueblos arcaicos piensan que el ‘Mundo’ debe ser renovado anualmente, y esa renovación se opera según un modelo: la cosmogonía o un mito de origen, que juega el rol de un mito cosmogónico”.
“El año”, es concebido de muy diversas maneras, así como sus fechas, que dependen de la geografía, del clima, de la cultura, pero la constante que Eliade, encontró en sus estudios fue la del “ciclo”. Una duración temporal determinada, que tiene un comienzo y un fin, y ambos momentos están marcados por una serie de rituales, generacionalmente atesorados y transmitidos. Los rituales están consagrados a imaginar “la renovación del mundo”. Y por consiguiente, la del individuo.
Ofrece el ejemplo, de algunos pueblos australianos, en Kimberley, las pinturas rupestres, que se suponen creadas por los ancestros míticos, son repintadas cíclicamente, para reactivar su potencia creadora, tal y como se supone se manifestó en los principios del mundo. Y las tribus californianas, Karok, Hupa y Yurok, consideran que el cosmos está amenazado de ir hacia su ruina, si no se le recrea anualmente, a esas ceremonias de recreación le llaman: “Restaurar el mundo”.
“A través de la repetición anual de la cosmogonía, el Tiempo se regeneraba, recomenzaba en tanto que tiempo sagrado, puesto que coincidía con el tiempo de los orígenes, participando al “fin de ese mundo”, y a su recreación, el hombre se convertía en un contemporáneo de “Illud tempus”, en el hombre, que nacía de nuevo, recomenzaba su existencia con su reserva de fuerzas vitales intacta, como en el momento de su nacimiento”.
Y si, esa esperanza está inscrita en nuestros rituales de fin de año. “Te deseo lo mejor”, “Que se realicen tus deseos”. “Que tus sueños se hagan realidad”. Nos abrazamos. Comemos despacito las doce uvas-deseo por deseo- invocamos un futuro donde lo bueno florezca, donde se detenga la oscuro. Donde los vínculos de afecto se consoliden. Donde el tejido social, comience poco a poco a sanar sus graves desgarraduras. Hay tanto de magia en ese rito del último día del año, porque en algún lugar importante adentro nuestro, la mayoría de las personas, lo creemos. Llegamos al 31 con la lista firme de los buenos propósitos, aunque muchos de ellos lleven ya varios años en el baulito, reciclados una y otra vez. “Esta vez sí”, como si el primero de enero se abriera, como una página en blanco, que nos da la oportunidad de recomenzar a escribirnos. “A partir de mañana”, y sentimos por dentro esa esperanza de renovación: “Restaurar el mundo”.
¿Cómo te imaginas ese mundo restaurado?
¿Qué eliges sanar en él? ¿En tu familia? ¿En ti mismo?
¿Cuáles son tus “propósitos”-deseos- de año nuevo?
La botella se fue al mar. Nos escuchamos.
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