Pedro Colchado
A Benito Navarro, lejano en parentesco y cercano en mi memoria.
Mi cansancio es vencido en otra batalla de la noche. Es otro despertar más, otro regreso anticipado del viaje eterno, postergado en forma temporal. Tengo aún frescos los recuerdos del sueño. En él, la yegua de la noche galopó a mi alrededor, amarrada con una cuerda a mi cuerpo y avanzando cada vez con mayor velocidad, asfixiándome hasta sentir que mis vísceras salían por los orificios nasales, por mis oídos y por mi boca. De repente, la punta de la cuerda se transformó en la cabeza de una inmensa serpiente dispuesta a morderme la garganta.
Imagino mi rostro en el mármol de Laoconte.
Las fauces del dragón emitían mil voces en un coro infernal, y entre ellas reconocí al grito doloroso de mis hermanos. Abro los ojos a la realidad, o a lo que supongo es este mundo, y recuerdo todo al ver el caos en mi cama. Al descubrirme abrazando amorosamente al espacio vacío entre mis sábanas sospecho estar vivo todavía. No tengo más dudas: es otro amanecer en esta Tierra.
Desde hace varios años el ritual de descanso dejó de ser un momento de alivio. Ahora dormir es morir en dosis pequeñas. Cada vez que trato de conciliar el sueño, siento como si realizara un macabro ensayo del último día.
Se que es la hora de seguir el canon que marca la rutina: levantarse, vencer la resistencia del cuerpo, dejar que entre la luz y el aire por la pequeña ventana del sótano que habito, bañarme, peinarme, vestirme, comer algo, lo que sea. Hacer todas las cosas en cuya búsqueda de sentido claudicaría un hombre en el crepúsculo de su vida.
Finalmente al levantarme me saluda una más de las punzantes caricias de alfiler que frecuentan al territorio de mi cuerpo. Con un movimiento calculado por la costumbre evito tropezar con las viejas sandalias de Carmen que permanecen intactas al lado de mi cama desde hace no se cuántos años, trato de no llevar la cuenta.
Puedo perder la memoria, espero no perder el olvido.
Toco el piso con estos venosos pies semejantes a las raíces descubiertas de los sabinos. Levanto la mirada, y en el gran espejo frente a mí descubro el rastro de un soldado ahora ausente. Su semblante es un eco de los sentidos aún aturdidos por los días en campaña: mirada salpicada de sangre, olor a carne viva, estruendo de escandalosa artillería, llanto de madres levantando a sus hijos destrozados por el martillo de las ideologías.
¿ Qué más ha dejado la sangre de esos días ? Sólo algunas narraciones de los vencedores. El trofeo de la victoria, a fin de cuentas, no es más que un puñado de historias que pueden contarse. Sólo eso. Por lo demás, la derrota y sus pérdidas arrastran a vencedores y a vencidos por igual.
Escucho risas. Al pie de aquel espejo me miran las caras impresas en las fotografías familiares, sonrientes como pequeños diablillos del tiempo.
¿ Es ésta la edad en que la supervivencia deja de ser un privilegio para convertirse en una carga ?, ¿ o todo esto es debido a mi condición de héroe apátrida ? Las medallas que poseo nada significan en este país al que no pertenecen mis victorias. Pero me pregunto si significarían algo mis triunfos de haber continuado a las órdenes de Villa, en vez de irme a la Gran Guerra. Dejé a la División del Centauro sin imaginar que terminaría a las órdenes de Pershing. Ironía, condimento agridulce del destino. Las risas que escuchaba se convierten ahora en carcajadas.
Volteo a ver de nuevo a las fotografías, que siguen igual que antes. Los ruidos provienen de la pequeña ventana. Dos niñas me miran desde afuera y con sus voces comparten risas y palabras en secreta complicidad. Mis sobrinas nietas me miran como quien ve a su pasado sin observarlo y después se van sin detenerse más. No está permitido por sus padres acercarse al viejo loco al que la guerra le ha robado la cordura. Después de todo su indiferencia es un eco familiar de una revolución que ha terminado fragmentada entre clases. Ni los ricos, ni los “jodidos”, ni los viejos se miran a los ojos entre sí.
Si algo tenemos en común ahora, es nuestro individualismo.
En este cuarto estrecho encuentro al fin un refugio: la mesa en la que escribo todas estas notas. Ahora que sólo soy memoria, la tinta es el néctar de una supervivencia posible. Miro las paredes y descubro un ejército organizado de hormigas que me ignora. No saben a dónde van, su función sobrepasa al entendimiento. La condición humana también se compone de impulsos vitales sin sentido aparente. Sea este acto de memoria uno más de ellos.
A Benito Navarro, lejano en parentesco y cercano en mi memoria.
Mi cansancio es vencido en otra batalla de la noche. Es otro despertar más, otro regreso anticipado del viaje eterno, postergado en forma temporal. Tengo aún frescos los recuerdos del sueño. En él, la yegua de la noche galopó a mi alrededor, amarrada con una cuerda a mi cuerpo y avanzando cada vez con mayor velocidad, asfixiándome hasta sentir que mis vísceras salían por los orificios nasales, por mis oídos y por mi boca. De repente, la punta de la cuerda se transformó en la cabeza de una inmensa serpiente dispuesta a morderme la garganta.
Imagino mi rostro en el mármol de Laoconte.
Las fauces del dragón emitían mil voces en un coro infernal, y entre ellas reconocí al grito doloroso de mis hermanos. Abro los ojos a la realidad, o a lo que supongo es este mundo, y recuerdo todo al ver el caos en mi cama. Al descubrirme abrazando amorosamente al espacio vacío entre mis sábanas sospecho estar vivo todavía. No tengo más dudas: es otro amanecer en esta Tierra.
Desde hace varios años el ritual de descanso dejó de ser un momento de alivio. Ahora dormir es morir en dosis pequeñas. Cada vez que trato de conciliar el sueño, siento como si realizara un macabro ensayo del último día.
Se que es la hora de seguir el canon que marca la rutina: levantarse, vencer la resistencia del cuerpo, dejar que entre la luz y el aire por la pequeña ventana del sótano que habito, bañarme, peinarme, vestirme, comer algo, lo que sea. Hacer todas las cosas en cuya búsqueda de sentido claudicaría un hombre en el crepúsculo de su vida.
Finalmente al levantarme me saluda una más de las punzantes caricias de alfiler que frecuentan al territorio de mi cuerpo. Con un movimiento calculado por la costumbre evito tropezar con las viejas sandalias de Carmen que permanecen intactas al lado de mi cama desde hace no se cuántos años, trato de no llevar la cuenta.
Puedo perder la memoria, espero no perder el olvido.
Toco el piso con estos venosos pies semejantes a las raíces descubiertas de los sabinos. Levanto la mirada, y en el gran espejo frente a mí descubro el rastro de un soldado ahora ausente. Su semblante es un eco de los sentidos aún aturdidos por los días en campaña: mirada salpicada de sangre, olor a carne viva, estruendo de escandalosa artillería, llanto de madres levantando a sus hijos destrozados por el martillo de las ideologías.
¿ Qué más ha dejado la sangre de esos días ? Sólo algunas narraciones de los vencedores. El trofeo de la victoria, a fin de cuentas, no es más que un puñado de historias que pueden contarse. Sólo eso. Por lo demás, la derrota y sus pérdidas arrastran a vencedores y a vencidos por igual.
Escucho risas. Al pie de aquel espejo me miran las caras impresas en las fotografías familiares, sonrientes como pequeños diablillos del tiempo.
¿ Es ésta la edad en que la supervivencia deja de ser un privilegio para convertirse en una carga ?, ¿ o todo esto es debido a mi condición de héroe apátrida ? Las medallas que poseo nada significan en este país al que no pertenecen mis victorias. Pero me pregunto si significarían algo mis triunfos de haber continuado a las órdenes de Villa, en vez de irme a la Gran Guerra. Dejé a la División del Centauro sin imaginar que terminaría a las órdenes de Pershing. Ironía, condimento agridulce del destino. Las risas que escuchaba se convierten ahora en carcajadas.
Volteo a ver de nuevo a las fotografías, que siguen igual que antes. Los ruidos provienen de la pequeña ventana. Dos niñas me miran desde afuera y con sus voces comparten risas y palabras en secreta complicidad. Mis sobrinas nietas me miran como quien ve a su pasado sin observarlo y después se van sin detenerse más. No está permitido por sus padres acercarse al viejo loco al que la guerra le ha robado la cordura. Después de todo su indiferencia es un eco familiar de una revolución que ha terminado fragmentada entre clases. Ni los ricos, ni los “jodidos”, ni los viejos se miran a los ojos entre sí.
Si algo tenemos en común ahora, es nuestro individualismo.
En este cuarto estrecho encuentro al fin un refugio: la mesa en la que escribo todas estas notas. Ahora que sólo soy memoria, la tinta es el néctar de una supervivencia posible. Miro las paredes y descubro un ejército organizado de hormigas que me ignora. No saben a dónde van, su función sobrepasa al entendimiento. La condición humana también se compone de impulsos vitales sin sentido aparente. Sea este acto de memoria uno más de ellos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario