Gonzalo Martínez Corbalá
Acabamos de celebrar el aniversario de la expropiacion petrolera y la nacionalizacion del subsuelo de México al modificar el párrafo VI del artículo 27 de la Constitución. Voy a evitar calificativos, por las razones que más adelante iré dando, aunque sí empezaré por definirme, ya que tanto el acto expropiatorio como la nacionalización que sobrevino son en nuestros días objeto de encendidas polémicas entre quienes estamos completamente de acuerdo en que el 18 de marzo es una fecha de importancia capital, porque el petróleo ha sido motor del desarrollo industrial de nuestro país, pero también del crecimiento social de nuestra patria.
En las pasadas siete décadas ha habido desviaciones de este propósito nacionalizador que obedecen a la mala fe de quienes motivados por una irrefrenable sed de poder y de riquezas en beneficio personal o de pequeños grupos, y guiados por un falso patriotismo, estuvieron a punto de desbarrancar la empresa petrolera nacional, lo que sin duda habría tenido serias repercusiones en todo el país, pero fueron atacadas de raíz por presidentes de la República con gran visión.
Es sabida mi ya vieja admiración por quien llevó a cabo el acto expropiatorio, el general Lázaro Cárdenas, en el único momento histórico que esto era posible. Otros jefes de Estado, en muy distintas latitudes del planeta y diversos tiempos quisieron realizar una gesta similar. En Argelia, por ejemplo, el presidente Mohammad Mosaddeq fue derrocado en 1954 en el intento, tras lo cual sobrevino la era de los ayatolas. De todas maneras tenemos que reconocer el mérito de Mosaddeq, quien al menos lo intentó, aunque sin conseguirlo, para el pueblo argelino.
La gran sensibilidad de Lázaro Cárdenas, así como su conocimiento profundo de la historia nacional y su sentido de la oportunidad, lo acompañaron en todo momento. El 9 de marzo de 1938, después de la inauguración de un ingenio cañero en el estado de Morelos, Cárdenas detuvo su comitiva en la finca Eréndira, para comunicar al general Francisco J. Múgica su decisión de expropiar los bienes de las compañías petroleras que actuaban entonces en nuestro país, y más aún, de nacionalizzar el subsuelo modificando la Constitución. En seguida pidió al valioso general –gran amigo, cuya lealtad estaba a toda prueba, al igual que su acendrado patriotismo– que regresara a la ciudad de México acompañado del taquígrafo de toda la vida del presidente: Miguel Chávez García.
A fin de cuidar el secreto y no poner en aviso a las empresas petroleras, los dos fueron instalados en una torre del castillo de Chapultepec. Las copias y las cintas de la máquina de escribir se destruían una vez usadas para eliminar cualquier posibilidad de filtraciones hacia el exterior. Fueron aislados incluso de sus propias familias, no porque se desconfiara de ellos, sino por motivos de seguridad; no querían dar ninguna pista a las poderosas empresas extranjeras respecto de la intención del gobierno del presidente Cárdenas de ir más allá de la intervención de las compañías.
El conflicto de orden económico que se había generado, dada la negativa de las compañías extranjeras de cumplir con el laudo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que había resuelto que pagaran la suma de 17 millones de pesos aproximadamente al sindicato petrolero por aumentos salariales, la cual hizo al amparo de la legislación en materia del trabajo de la época.
El desacato de las empresas a la resolución de la Corte fue algo que el presidente Cárdenas no podía admitir, como sentenció el 18 de marzo de 1938 en el documento que leyó primero ante su gabinete y luego al pueblo mexicano a través de la radio a las ocho de la noche de ese día.
El micrófono que usó estaba decorado con el águila del escudo nacional que se posaba sobre una esfera negra. El general Cárdenas sostenía con la mano izquierda el discurso que había sido escrito por el general Múgica y mecanografiado por Miguel Chávez con toral discreción en el castillo de Chapultepec.
La manga del saco del general Lázaro Cárdenas era un poco corta, así que permitía ver su puño derecho bien apretado, golpeando la mesa sobre la que descansaba el micrófono. Alrededor del presidente estaban Manuel Ávila Camacho y el doctor Leónides Andreu Almazán, jefe del Departamento de Salubridad, antecedente de la Secretaría de Salud.
Como dato curioso, hay que decir que el doctor Andreu Almazán era hermano del general Juan de los mismos apellidos, quien más tarde habría de presentarse a la justa electoral federal de 1939 y 40 en la que se declaró presidente de la República a Manuel Ávila Camacho, el mismo que estaba a la derecha cuando fue leído el manifiesto a la nación que expropiaba las instalaciones de las compañías petroleras, cuyos representantes en ese momento estaban en la antesala del despacho presidencial, solicitando audiencia por conducto del secretario particular del presidente, Raúl Castellano, hombre de toda la confianza de Cárdenas, muy merecida por lo demás, en cuyo despacho habría de redactarse inmediatamente después de leído el manifiesto, el decreto correspondiente, que no se hizo antes del 18 de marzo por requerir dos firmas más de los secretarios relacionados con la materia del decreto, lo cual implicaba la circulación del documento en diversas oficinas públicas, lo que habría dado oportunidad de conocer con toda precisión los siguientes pasos del gobierno para expropiar, y no intervenir solamente, los bienes e instalaciones de las empresas petroleras.
Los representantes de las empresas extranjeras en el último momento manifestaron que pagarían los 17 millones que pedía el sindicato, pero el presidente Cárdenas ya había declarado la nacionalización de la riqueza petrolera, que en adelante sólo sería de la nación mexicana y de los mexicanos.
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