La Jornada
La reunión celebrada ayer entre los gabinetes de seguridad de México y Estados Unidos, que en las horas recientes generó expectativas dado el nivel de la delegación visitante –integrada por la secretaria de Estado del vecino país, Hillary Clinton; la secretaria de Seguridad Interior, Janet Napolitano; el secretario de Defensa, Robert Gates; el director de Inteligencia Nacional, Dennis Blair, y el jefe del Estado Mayor Conjunto, Michael Mullen– y por producirse días después del asesinato de tres funcionarios del consulado estadunidense en Ciudad Juárez, concluyó sin que se concretaran –según puede verse– los temores de una nueva escalada injerencista de Washington, pero también sin que aparecieran soluciones verosímiles a la gravísima crisis de seguridad pública que padece nuestro país.
Según informó la canciller Patricia Espinosa, en el cónclave se acordó iniciar una "nueva etapa" de la Iniciativa Mérida que incluirá una estrategia de desarticulación de las organizaciones delictivas en ambos países, el desarrollo de una "frontera segura" y la adopción de medidas de "apoyo mutuo para fortalecer a las instituciones de seguridad de México y Estados Unidos". Por su parte, Hillary Clinton reconoció la cuota de responsabilidad que corresponde a su gobierno por el contrabando de armas a México y por la insaciable demanda de drogas ilegales en el vecino país, en un gesto sin duda plausible, pero insuficiente: las autoridades estadunidenses tendrían, además, que emprender acciones serias y comprometidas contra el tráfico de estupefacientes en su propio territorio, donde la mayor parte de la droga procedente de Latinoamérica sigue llegando a manos de los consumidores, y contra el inocultable flujo de dinero producto de ilícitos que tiene lugar en el sistema financiero del país vecino.
El telón de fondo de la dificultad para concebir y aplicar medidas eficaces contra el narco parece ser la falta de una estrategia clara en la materia por parte de la administración de Barack Obama: concentrado en los asuntos domésticos y en la guerra de Afganistán, el ocupante de la Casa Blanca ha dejado el tema abandonado a la inercia y da la impresión de que no le queda más remedio que respaldar el plan calderonista, pese a que éste ha demostrado ser poco efectivo y hasta contraproducente en el combate al trasiego de drogas y a la violencia.
En tal circunstancia, las autoridades mexicanas no debieran esperar más de las estadunidenses en el ámbito de la lucha contra el crimen organizado. Ante la inoperancia de la política de seguridad vigente, es deseable, en cambio, que las autoridades promuevan un debate nacional sobre el tema, a fin de formular una estrategia de seguridad basada en consensos, y que muestren voluntad política para escuchar las opiniones de académicos, economistas, expertos en salud y seguridad pública, así como a las organizaciones surgidas de poblaciones agraviadas por el baño de sangre, a los familiares de las víctimas inocentes y a los representantes de comunidades desintegradas por la violencia. El gobierno federal no logrará el respaldo de la sociedad si no abandona la cerrazón que ha mostrado ante las demandas y los reclamos de la población.
Ese respaldo no podrá lograrse si siguen produciéndose episodios como el asesinato de dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey, el fin de semana pasado –sin que las autoridades hayan logrado dar hasta ahora una explicación convincente de los hechos–, y como el homicidio del presunto narcomenudista José Humberto Márquez Compeán, quien tras haber sido detenido en Santa Catalina, Nuevo León, apareció muerto en un lote baldío con huellas de tortura. Hechos como los referidos favorecen nuevos fracasos en el combate a la delincuencia, y mientras esos vicios no se corrijan, no habrá política nacional ni acuerdo bilateral que basten para contener el derramamiento de sangre en el país.
La reunión celebrada ayer entre los gabinetes de seguridad de México y Estados Unidos, que en las horas recientes generó expectativas dado el nivel de la delegación visitante –integrada por la secretaria de Estado del vecino país, Hillary Clinton; la secretaria de Seguridad Interior, Janet Napolitano; el secretario de Defensa, Robert Gates; el director de Inteligencia Nacional, Dennis Blair, y el jefe del Estado Mayor Conjunto, Michael Mullen– y por producirse días después del asesinato de tres funcionarios del consulado estadunidense en Ciudad Juárez, concluyó sin que se concretaran –según puede verse– los temores de una nueva escalada injerencista de Washington, pero también sin que aparecieran soluciones verosímiles a la gravísima crisis de seguridad pública que padece nuestro país.
Según informó la canciller Patricia Espinosa, en el cónclave se acordó iniciar una "nueva etapa" de la Iniciativa Mérida que incluirá una estrategia de desarticulación de las organizaciones delictivas en ambos países, el desarrollo de una "frontera segura" y la adopción de medidas de "apoyo mutuo para fortalecer a las instituciones de seguridad de México y Estados Unidos". Por su parte, Hillary Clinton reconoció la cuota de responsabilidad que corresponde a su gobierno por el contrabando de armas a México y por la insaciable demanda de drogas ilegales en el vecino país, en un gesto sin duda plausible, pero insuficiente: las autoridades estadunidenses tendrían, además, que emprender acciones serias y comprometidas contra el tráfico de estupefacientes en su propio territorio, donde la mayor parte de la droga procedente de Latinoamérica sigue llegando a manos de los consumidores, y contra el inocultable flujo de dinero producto de ilícitos que tiene lugar en el sistema financiero del país vecino.
El telón de fondo de la dificultad para concebir y aplicar medidas eficaces contra el narco parece ser la falta de una estrategia clara en la materia por parte de la administración de Barack Obama: concentrado en los asuntos domésticos y en la guerra de Afganistán, el ocupante de la Casa Blanca ha dejado el tema abandonado a la inercia y da la impresión de que no le queda más remedio que respaldar el plan calderonista, pese a que éste ha demostrado ser poco efectivo y hasta contraproducente en el combate al trasiego de drogas y a la violencia.
En tal circunstancia, las autoridades mexicanas no debieran esperar más de las estadunidenses en el ámbito de la lucha contra el crimen organizado. Ante la inoperancia de la política de seguridad vigente, es deseable, en cambio, que las autoridades promuevan un debate nacional sobre el tema, a fin de formular una estrategia de seguridad basada en consensos, y que muestren voluntad política para escuchar las opiniones de académicos, economistas, expertos en salud y seguridad pública, así como a las organizaciones surgidas de poblaciones agraviadas por el baño de sangre, a los familiares de las víctimas inocentes y a los representantes de comunidades desintegradas por la violencia. El gobierno federal no logrará el respaldo de la sociedad si no abandona la cerrazón que ha mostrado ante las demandas y los reclamos de la población.
Ese respaldo no podrá lograrse si siguen produciéndose episodios como el asesinato de dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey, el fin de semana pasado –sin que las autoridades hayan logrado dar hasta ahora una explicación convincente de los hechos–, y como el homicidio del presunto narcomenudista José Humberto Márquez Compeán, quien tras haber sido detenido en Santa Catalina, Nuevo León, apareció muerto en un lote baldío con huellas de tortura. Hechos como los referidos favorecen nuevos fracasos en el combate a la delincuencia, y mientras esos vicios no se corrijan, no habrá política nacional ni acuerdo bilateral que basten para contener el derramamiento de sangre en el país.
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