Sabina Berman
MÉXICO, D.F., 17 de mayo.- Tanta afición merece ganar, reza el anuncio de Banamex, colocado en los costados de quioscos de periódicos de todo el país, y se refiere a cómo le irá a la Selección de Futbol de México en el Campeonato Mundial de Sudáfrica.
Qué pena desanimar a alguien –incluso me fastidia desanimarme a mí misma–, pero atenidos a nuestro historial, seguramente no vamos a ganar el Mundial. Es más, si pasamos siquiera a la segunda ronda debemos jurar que Dios se nacionalizó recientemente mexicano.
Al mismo tiempo, el presidente de México ha dicho que no ha empeorado el desempleo. Ha ascendido el número de empleos. Y si alguien no lo nota y no lo aplaude, es que le falla la percepción.
De nuevo, una disculpa por contrariar el optimismo ajeno: Las cifras muestran que hay más desempleados este año que el anterior. Y debemos entender el llamado del presidente como una petición para que nos elevemos sobre los datos duros y juntemos tanta esperanza que nuestra esperanza millonaria merezca volverse, mágicamente, real.
En el mismo tenor de la anterior petición del presidente, está otra también suya y un poco menos reciente: que hablemos bien de México, como los brasileños hablan bien de su país. Que hablemos bien a pesar de lo consabido: el 2009 ha sido –si uno salta los años de la Revolución y la Cristiada– el año más agobiado de horrores de nuestra historia. Una epidemia, el mayor desplome del precio del petróleo, una sequía, una crisis económica, la guerra avanzando por todo el país.
Los cinco jinetes del Apocalipsis nos han asolado, sintetizó el mismo Calderón en Berlín hace una semana. Ahí, del otro lado del planeta, de inmediato el presidente declaró derrotados a los jinetes; lástima que nosotros, que acá estamos, seguimos padeciendo sus azotes.
A nadie que conozca México se le escapa nuestra dificultad para enfrentar la verdad. Octavio Paz escribió que la dificultad nos viene de un origen traumático, indecible, o decible con sumo dolor. La violación de la cultura indígena por la cultura española. “Somos hijos de la chingada (la violada)”, escribió célebremente.
Juan Ruiz de Alarcón, durante la Colonia, lo estimó distinto: Los españoles que nos colonizaron eran unos Don Nadie que acá, en tierras americanas, se inventaron estirpes enjundiosas, y de ahí la proclividad mexicana a las verdades mentidas. A las verdades inventadas que, mezcladas en el lenguaje, nos condenan a las verdades siempre sospechosas.
Sea el origen el que sea, 70 años de priismo no nos entrenaron en el método para capturar verdades. Al contrario, afianzaron en nosotros la dificultad para con la verdad y nuestra facilidad para mentir líricamente.
De por qué el panismo ha sido incapaz de truncar esta costumbre podemos aventurar que su creencia en la mercadotecnia es en parte responsable. Si dices que esta medicina cura, te la comprarán. Si prometes que este proyecto triunfará, votarán por ti. Todo es percepción, asegura la mercadotecnia. Esa fe en la mercadotecnia y una falta de fuerza moral para fraguar nuevas formas de convivencia social; eso y la obligación de cumplir la promesa de que el advenimiento del PAN en el poder mejoraría al país, explican que los panistas inunden el lenguaje público de ilusiones. Igual que el PRI, el PAN en el poder usa el lenguaje no para atrapar y socializar la verdad, sino para ocultarla, para mejorarla, para volverla triunfal.
Otra mentira cosechada el último mes en este país donde mentir se da a manojos cada día. Esta de pura cepa priista y que nos entrega una moraleja. El procurador de Justicia del Estado de México se hizo cargo personalmente del caso de la desaparición de la niña Paulette. Medio día le bastó para inventar un infanticidio y una asesina y una causa (el desequilibrio mental de la madre asesina), y para luego ponerse a torturar física y psicológicamente a la presunta homicida con el fin de arrancarle la verdad que él ya había adivinado.
Ahora, encontrado el cadáver de la pequeña Paulette en su dormitorio, bajo el colchón de su cama y con signos de una asfixia que parecen indicar un accidente, se vuelve notable la moraleja de la historia.
Investigar en la realidad antes de saltar a la mentira sirve de algo. Por ejemplo, de haberse dedicado el equipo del procurador a recabar paciente, humildemente, detalles de lo real, probablemente alguien hubiera levantado las sábanas y el colchón de la cama de Paulette y hubiera encontrado ahí, mucho antes, su cadáver.
No será distinto, me parece a mí, lo que la historia juzgará de nuestro presente. Un historiador crítico se preguntará qué habría ocurrido si, antes de lanzarse a una guerra, este gobierno federal hubiera investigado con paciencia, acuciosamente, la realidad con que habría de toparse. Los efectivos del narco y su poder balístico. El grado en que el narco y el crimen organizado (el que roba, extorsiona y secuestra) estaban confundidos o separados. Qué postura tendría el nuevo presidente de Estados Unidos que, como ahora se ha visto, busca erradicar inclusive el uso de la palabra “guerra” en el asunto de la droga y ha dispuesto tratar su consumo como un problema de salud.
Llanamente, este gobierno lanzó una guerra con la misma euforia triunfalista y desdeñosa de la realidad con que ahora nos explica que la zozobra de nuestra realidad ha terminado en una gran victoria de dimensiones bíblicas. Con la misma euforia a la que nos invita a hablar bien de México. O la misma euforia tácita en las palabras del secretario de Gobernación cuando hincha ante las cámaras el pecho y nos anuncia que “no le tenemos miedo (al narco y al crimen)” y que “somos valientes”.
Quizá a él y a su escolta armada hasta los dientes les hagan sentido esas palabras bravas. Tal vez a todo el gabinete federal, igualmente protegido. Pero a los que vivimos fuera del primer círculo de poder esas palabras no nos quitan el miedo porque ya fuimos robados, extorsionados, secuestrados y/o baleados; y tener miedo nos ha vuelto precavidos, lo que nos defiende un tanto; y por fin, para no tener miedo tendríamos que despegarnos por completo de los hechos y entrar al reino encantado de la locura.
Si proclamas que esta medicina cura, te la comprarán, hasta que descubran que no cura. Si proclamas que este proyecto triunfará, votarán por ti, pero si no triunfa para cuando llegue la próxima elección, votarán por otro. Y si proclamas que un país en proceso de deterioro se arregla con optimismo y sin intervenciones radicales en la realidad, es imaginable un derrumbamiento.
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