Luis Linares Zapata
La alianza electorera entre el señor Calderón y la profesora Gordillo ha tenido repercusiones nefastas para el desarrollo económico, la gobernanza y el bienestar de los mexicanos. Al encaramarse en la titularidad del Poder Ejecutivo, haiga sido como haiga sido, se comprometió también parte sustantiva del futuro cercano y otro tanto del de largo plazo. La potestad de Gordillo, permitida desde lo alto, para incidir en la conformación, casi total, de la educación básica, fue un premio por demás indebido. Las ondas expansivas de ese encuadre decisorio pueden apreciarse con el mínimo ensayo de crítica. Sí a ello se le agrega la influencia, tan insoportable como inevitable, para designar responsables en los estados (secretarios del ramo) el cuadro adquiere ribetes grotescos.
La andanada, una más, de la profesora contra las normales rurales da las puntadas finales a sus afanes manipuladores que se trasmutan en destrucción institucional. Se quiere, en efecto, eliminar esos reductos donde se han gestado conciencias críticas y donde se formaron activistas sociales de gran valía para la formación ciudadana. Pero, al mismo tiempo, si las normales rurales se cierran, se eliminaría también la única posibilidad que una inmensa capa de mexicanos, situados dentro de regiones marginales, tienen para adquirir instrumentos que les permitan un mínimo de vida digna.
El estado deplorable de la educación en general, principiando por la base de la pirámide, no permite extraer una mirada positiva para la marcha de la nación. Entre las deserciones del mismo inicio, las que se dan en el transcurso de los primeros años de primaria, las que le siguen en la secundaria y la pobre oferta para entrar al bachillerato, se puede formar la clara idea del estado deprimente del sistema completo. Pero si el enfoque se concentra en la parte terminal de la educación, el panorama que arroja la más somera evaluación enfrenta un escenario devastador de esperanzas. No hay escapatoria, México está condenado, si bien van las cosas, a la medianía y el estancamiento durante años por venir. Con sólo 30 por ciento de su juventud con posibilidades de acceder a la educación superior, no se puede construir un futuro que asegure acelerar el crecimiento en el sentido tradicional del término, menos aún, dar respuestas sostenidas a las ambiciones y sueños de un mejor futuro humano.
El mismo día en que reunían, en gran coro de voces aceptables al régimen vigente, para discutir sobre los fracasos de la guerra calderoniana contra el narco, varios cientos de jóvenes rechazados se manifestaban en el centro de la ciudad reclamando atención y lugares adicionales para estudiar. La discordancia fue evidente pero, por desgracia, sin salidas apropiadas. Para esos protestantes no habrá más destino que la calle, el exilio, la informalidad o las conductas ilegales. El gobierno no tiene, ni ha ensayado siquiera, respuesta alguna a los 7 millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Simplemente los deja a la deriva. Nadie lo trató, dentro de ese coro de expertos e interesados, como una causal directa de la inseguridad reinante y, de atenderse, su más cierta posibilidad de cura. Es más, los intentos por recortar los presupuestos para educación son una realidad ominosa que niega cualquier progreso al respecto.
Es bastante irónico que países como Venezuela y regímenes como el de Chávez, sobre los que pesa una feroz campaña de desprestigio, inducida desde el imperio y con fieros ingredientes racistas, tenga a más de 50 por ciento de su juventud con educación superior. Ese 20 por ciento más de diferencia con México dice mucho de lo que sucederá en el futuro para ambos países. Constatar que se está cuatro puntos por debajo de la media Latinoamericana (34 por ciento) es intolerable pero consecuente con el descuido y la incapacidad de la elite nacional para, en verdad, comprometerse con el bienestar de los mexicanos. En realidad les importa bastante poco el quebranto de esperanzas. Ellos están ensartados en aumentar sus propios privilegios y sólo a ellos obedecen. No es gratuita la enorme brecha que se abre entre México y Corea del Sur. Ese país tiene a 90 por ciento de su juventud educada. La capacidad de inducir el desarrollo acelerado y sostenido, es, en estas dos naciones, por completo diferente, tal y como lo va mostrando el presente.
En la actualidad se debate (Francia) cambiar la manera de medir el desarrollo. Evitar repetir los parámetros del crecimiento del PIB, que refiere a un volumen de producción, del déficit fiscal o de la inflación como indicadores indispensables y rectores. Preocuparse más por otros que midan el bienestar es la propuesta. De la capacidad que se tenga para apresar aspectos como la renta personal, el reparto equitativo, el consumo, la salud, organicidad ciudadana, fluctuabilidad social o la educación, dependerá que se pueda transformar una sociedad. Eso es, al final de cuentas, introducir un nuevo modo de concebir al desarrollo y darle dimensión al bienestar.
Las izquierdas mundiales y las de México no escapan a este dictado, deben encontrase en ese centro de atención. Su oferta debe girar alrededor de esos parámetros que implican una visión distinta y discordante con la del neoliberalismo reinante en las derechas. Reincidir en más de lo mismo, en darle una vuelta adicional a las tuercas de la necedad. Volver a citar las reformas llamadas estructurales como horizonte del progreso es inefectivo. Acudir al llamado a la unidad (imposible, por cierto) para compartir responsabilidades de la guerra desatada, no se debe admitir. Aliarse con los tramposos y los opuestos en un intento de negociación diluyente sólo desembocará en mayor quebranto social. Las izquierdas deben poner atención al pueblo, convivir con él, formar parte de su vida, sufrir sus tribulaciones, anhelar lo mismo y no seguir rondando las esferas exquisitas de los pasillos, las oficinas, los cenáculos y comedores del oficialismo.
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