Margo Glantz
En general prefiero conocer ciudades. En este viaje combiné campo y ciudad. Estuve con mi hija y nietos en la Patagonia, la vasta región donde termina Sudamérica y constituye a la vez el extremo septentrional de Chile y Argentina. Tierra hermosa y conflictiva de dudosos límites, siempre debatidos entre estos dos países y, claro, también por los ingleses: recordemos la reciente guerra de las Malvinas, o islas Falkland, donde las naciones siguen aún peleando por el petróleo.
El desafortunado navegante portugués Hernando de Magallanes llegó a la actual provincia de Santa Cruz el 31 de marzo de 1520, expedición que terminó desastrosamente y de la cual dio cuenta Antonio Pigafetta, uno de los 18 sobrevivientes que lograron dar la vuelta al mundo y regresar a España comandados por Sebastián Elcano. Por suerte para él, Magallanes logró por lo menos descubrir el Estrecho que lleva su nombre y bautizar esa tierra inhóspita con el nombre de Tierra de los Fuegos, también conocida como el Fin del Mundo, aunque no lo sea, pues más abajo está la Antártida y, dando un saltito hacia adelante, si se nos permite la licencia, se llega a un quinto continente, Australia, descubierto por el inglés Thomas Cook quien regresó milagrosamente a su país con casi toda su tripulación intacta y cuyo nombre perpetuaron las agencias de viajes...
Repasando varios de los apelativos que los distintos viajeros dieron a esas tierras que visitaron y "descubrieron" a lo largo de los siglos, se advierte su ardua configuración: Isla Estorbo, Playa Inútil, Cabo de la Decepción. El más patético, el más elocuente, es con todo el Puerto del Hambre, bautizado así por Diego Sarmiento de Gamboa, comandante y cronista de una expedición emprendida a finales del XVI contra el pirata Francis Drake (héroe para los ingleses), por órdenes de Francisco de Toledo, virrey del Perú, poco tiempo después del fracaso estruendoso de la Armada Invencible de Felipe II.
Los patagones, los indios que vio Magallanes en su transcurso por esos territorios, eran altos y fornidos. Pigafetta lo relata: "Este hombre era tan alto que apenas le llegábamos a la cintura. Era bien formado, con un rostro amplio y pintado de rojo. Los ojos de amarillo y dos corazones pintados en las mejillas. Sus pocos cabellos estaban teñidos de blanco. Estaba vestido con pieles cosidas entre sí, de un animal que tiene la cabeza y las orejas grandes como una mula, el cuello y el cuerpo del camello, las piernas del ciervo y la cola del caballo, cuyo relincho imita. Este hombre calzaba unas alpargatas de la misma piel, que le cubrían los pies como zapatos..."
En una de mis andanzas visité una estancia de 17 mil hectáreas, donde se cría ganado vacuno y se hace turismo. El tataranieto del actual propietario se dedica además a guía de turistas de su propia hacienda, nos muestra cómo se arrea a las ovejas y se las trasquila y además nos cuenta que cuando sus antepasados llegaron a ese lugar no había allí absolutamente nada. "Y los indios", pregunto. ‘Sí –contesta–, no había nada, sólo indios”. Las consecuencias de esta ceguera secular son fáciles de advertir, de los yámanas y onas que vivían en esos ámbitos no queda ninguno, algunos alacalufes sobreviven –cerca de 13, hace algunos años– y probablemente haya algunos tehuelches. Varias regiones conservan su nombre autóctono original, por ejemplo Chaltén, que quiere decir en tehuelche ‘Cerro que humea”, como nuestro Popocatépetl. Los yámanas vivían completamente desnudos con un simple taparrabos cubriendo sus vergüenzas, sus piernas eran delgadas y raquíticas porque apenas caminaban; recorrían los fiordos en canoas conducidas por las mujeres, dormían en chozas precarias o en cuevas y se alimentaban de leones marinos a los que combatían cuerpo a cuerpo. La llegada de las distintas misiones inglesas enviadas para conquistar el territorio y civilizarlos en el siglo XIX acabó con ellos: curiosamente murieron o de viruela ¡o de neumonía!
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