Adolfo Sánchez Rebolledo
Por razones explicables, las preocupaciones de la sociedad surgen de dos grandes temas: los que se relacionan con la convivencia y los que se refieren a la sobrevivencia. Sé que es una distinción arbitraria, pues entre ambos existe un lazo más que visible, pero nos sirve para pensar en lo que tenemos y lo que nos falta a ojos vistas. En cuanto a lo primero parece obvio que 10 años de alternancia no se han traducido en formas de trato político más satisfactorias para todos. La relación del Estado con la sociedad no se hizo más tersa, más eficaz o habitable, aunque se establecieron reglas de transparencia y se reafirmaron libertades prexistentes en la ley. Pero, en general, la calidad de las relaciones políticas siguió decayendo, al punto de hacer creíble la contrautopía de una sociedad sin políticos, gobernada sin la mediación de los partidos o de una democracia sin instituciones representativas. Todo, claro, a cuenta de una democracia que, en rigor, tampoco sería una forma de democracia directa sino la expresión inmediata y sin caretas de los intereses particulares en el ámbito del Estado. Esta crisis, a la vez ideológica y programática, comprueba que por la vía actual, sin un planteamiento integral y un cambio en la correlación de fuerzas, lejos de progresar México seguirá padeciendo las inevitables y paralizantes explosiones en falso de un motor que ya no funciona.
Si en el pasado fue necesaria la reforma del Estado, cabe reconocer que ésta jamás se concibió como el paso para fundar la democracia real, sino como una fórmula para ir adaptando las formas de dominación a las cambiantes situaciones de una realidad inédita, inclasificable bajo los viejos códigos del poder. Se impuso la idea de que la reforma del Estado tenía como fin liquidar el estatismo burocrático para darle impulso no a la sociedad, como se dijo, sino al empresariado convertido en el sujeto de la nueva era, a sabiendas de que el modelo tendría inevitables efectos sociales negativos que al gobierno tocaría compensar (Solidaridad). El PRI agotó su ciclo al apropiarse de las tesis fundamentales sostenidas por sus adversarios históricos. Prometió la modernización del país y un cambio cualitativo en las condiciones de vida. No pudo. Al fin (con Zedillo) aceptó la alternancia como punto de quiebre entre dos épocas y aceptó la derrota en las urnas.
Al PAN tocaba hacer la gran reforma política, pero Fox y los que lo apoyaron fracasaron pues jamás tuvieron un verdadero proyecto de transformación democrática. El panismo quería ajustes no desdeñables, acceso al poder, pero, al margen de la cuestión electoral, jamás ofreció un programa de cambios de fondo distinto a los que recomendaban los manuales del empresario emprendedor o las agencias del pensamiento único. Balcanizado y sin un eje rector vertical, el PRI no pudo abandonar totalmente la matriz que le dio vida, el Estado que ayudó a crear y al que inevitablemente sigue unido, aunque el presidencialismo al viejo estilo sea un fantasma del pasado. Pero se recuperó. Nació el PRI de la ambigüedad, el que hoy representa Peña Nieto. Esa dependencia al espíritu del Estado autoritario, fracturada a través del tiempo por las escisiones políticas o por la decadencia del corporativismo sigue presente en los forcejeos sobre la cuestión petrolera, las pensiones o la reforma laboral, que periódicamente estremecen a los priístas. No se trata de pruritos ideológicos sino de algo más importante que no siempre se expresa con claridad: ¿A qué Estado aspiran sus grupos de poder? ¿A la imposible restauración del orden presidencialista sin contrapesos? ¿Al proyecto nacido de la coincidencia neoliberal entre el PAN y el PRI? Pues nadie negará que ambos partidos (o sus grupos hegemónicos), con sus naturales diferencias de origen, clase y vocación, quedaron hermanados por la voluntad de impulsar un proyecto para el cual el viejo Estado no había sido diseñado: el de convertir a México en un paraíso del laissez faire capitalista… en plena globalización.
Esa es la razón por la cual la pretendida reforma del Estado no haya sido más que el intento, a veces azaroso o titubeante, de proceder al desmontaje institucional, a la superposición de parches a la Constitución, sin proponerse nunca la creación de un nuevo orden político coherente con la situación del país y las esperanzas de la ciudadanía. Por eso, como se definía en La disputa por la nación, recién reditada con un nuevo prólogo de sus autores, Rolando Cordera y Carlos Tello, lo que estaba –y está hoy– en juego es el proyecto de país, la ruta a seguir en un mundo que ha cambiado y no siempre para bien. O México (sus gobernantes y partidos) optan por la ilusión de crear una economía y una política a imagen y semejanza de las potencias capitalistas, esperando tontamente obtener los mismos resultados bajo circunstancias distintas y adversas, o se lanzaba en profundidad por la ruta de la reforma del viejo Estado sin destruir los cimientos de un genuino pacto social fundado sobre los principios de la justicia, la equidad y el respeto absoluto a los derechos humanos en un mundo interdependiente. La coalición que nos gobierna sin interrupciones (pese a la alternancia) desde 1982 optó por el primer camino y ahora se advierten las consecuencias. México es más débil, el Estado menos fuerte y sus problemas lejos de decaer siguen aumentando. La desigualdad sigue siendo la nota característica y la explosividad de la vida social comienza a no discurrir por los canales electorales. Hoy está en riesgo la convivencia pero también la sobrevivencia. Y eso es muy grave. Claro que también, como país, nos hemos modernizado, aunque esto no signifique que hemos mejorado, pues en el largo trayecto de la transición resultaron reforzados grandes intereses privados que si bien ya antes estaba aliados con el poder bajo el cual crecieron ahora lo quieren dirigir a control remoto. Es una fuerza impolítica por cuanto reniega de los instrumentos propios de la política, los partidos, la deliberación pública, la acción ciudadana, aunque confía como nunca en el poder vertical como columna vertebral de un orden donde política y negocios se confunden, a sabiendas de que en el fracaso de la mal llamada clase política está la disputa por la seudo representación de la opinión pública, que nadie les ha concedido pero detentan como fuerza arrolladora de presión, condicionando la independencia de los partidos y sus líderes, que son para ellos inversiones o clientes. Es evidente que están en juego dos alternativas implícitas para enfrentar la crisis de la política: o recuperamos la idea de un Estado social asegurando las reglas democráticas o nos plegamos a quienes desde siempre vieron a México como un negocio. En cuanto a que todo se derrumbe y a otra cosa… es un mal sueño. Más vale tener opciones.
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