jueves, noviembre 30, 2006

El hombre que no quiso

Denise Dresser

Quizás el poder absoluto corrompe absolutamente, pero el rechazo al poder por parte de quien debería ejercerlo entraña su propia forma de corrupción. Su propia manera de claudicación. Produce el estilo personal de no gobernar o hacerlo mínimamente. Produce una presidencia que en vez de pelear por la modernización de México, prefiere aplaudir su inercia. Celebrar su estancamiento. Darse palmadas en la espalda por las crisis que evitó y los riesgos que no tomó. Vicente Fox será recordado en gran medida por todo lo que pudo hacer y no hizo. Por todo lo que el país exigía y él ignoró.

Porque atrapado en la burbuja de Los Pinos, no pudo mirar más allá de ella. Se convirtió en un presidente que no quiso lidiar con los vicios del viejo sistema y erradicarlos. Vio a un país democrático y económicamente estable, sin entender que esa apreciación era parcial, insuficiente, irreal. Vio a un sistema político que –desde su perspectiva– no necesitaba reformas institucionales profundas y por ello no las promovió. Vio a una economía que no requería –desde su punto de vista– nuevas reglas del juego y por ello no las empujó. Vio a un México que sólo existía en la cabeza de alguien que nunca quiso mirarlo de frente.

Alguien que no pudo encarar a los peores demonios del PRI como forma de vida y encontrar la forma de exorcisarlos. Alguien que se negó a entender que en el 2000 tenía ante sí la posibilidad de transformar y no sólo preservar. Alguien que había denunciado a las tepocatas, a las alimañas y a las víboras prietas para después tomarse la foto junto a ellas. O inaugurar presas con su nombre, como acabó haciendo en el caso de Leonardo Rodríguez Alcaine. O apuntalar a líderes autoritarios, como acabó haciendo en el caso de Ulises Ruiz. O avalar la impunidad prevaleciente, como acabó haciendo en el caso de Romero Deschamps.

Al partir de un diagnóstico equivocado, Vicente Fox adoptó actitudes equivocadas. Prefirió vender antes que gobernar. Prefirió promover antes que cambiar. Prefirió viajar a lo largo del país antes que comprender lo que debía hacer para echarlo a andar. Prefirió conformarse con la estabilidad macroeconómica, sin pensar en lo que tendría que haber hecho para construir una economía más dinámica sobre sus cimientos. Prefirió mirar el vaso medio lleno, sin ver que la mirada mundial lo veía cada vez más vacío. Un país estable pero paralizado, subsidiado por su petróleo y sus migrantes. Quizás mejor que ayer para algunos, pero igual que ayer para muchos.

Un país que, como sugiere el reportaje especial de la revista The Economist, lleva un sexenio dormido. Seis años dejando hacer y dejando pasar. Seis años de más de lo mismo ante una realidad que demanda mucho más. Postergando las decisiones difíciles y las reformas dolorosas. Posponiendo la modernización en aras de asegurar la popularidad presidencial. Ignorando los retos que la globalización exige: una economía más competitiva, una mano de obra más productiva, una población más educada, un capitalismo más dinámico que genere riqueza y –al mismo tiempo– tenga los incentivos para distribuirla mejor.

Un país con logros que palidecen ante el tamaño de los problemas que Vicente Fox deja tras de sí. Un México más libre pero más polarizado. Un México con más crédito pero más crimen. Un México con más vivienda pero más narcotráfico. Un México con más Oportunidades del cual un número creciente de personas decide emigrar. Un México con un Estado más descentralizado pero más acorralado por intereses particulares cada vez más poderosos. Un México con baja inflación y alta concentración de la riqueza. Un México dividido en un Norte próspero y un Sur estancado. Un México que va perdiendo la ventaja competitiva de su cercanía con Estados Unidos, mientras lamenta la construcción de un muro que su letargo ha contribuido a crear. Un México donde 20, 30% de la población no cree en las instituciones democráticas y es convocada a las calles a denunciarlas. Un México donde la izquierda siente que la quisieron destruir y ahora se apresta a hacer lo mismo con sus adversarios.

Quizás Vicente Fox no es responsable de esta larga lista de sinsabores, pero en muchos casos los ha exacerbado. Por acción y por omisión. Por lo que hizo y por lo que dejó de hacer. Por las viejas reglas del juego que no modificó y con las que permitió que los poderosos en México siguieran jugando. Por todo aquello frente a lo cual cerró los ojos o volteó la mirada. Por la frivolidad desplegada que su propia esposa fomentó. Por las negociaciones difíciles que debió haber llevado a cabo y eludió. Por el vacío de poder que produjo y que otros llenaron. Porque a lo largo de seis años, Fox fue un candidato permanente pero un presidente intermitente. Fue un porrista de tiempo completo pero un jefe de Estado que lo debilitó.

Y ése probablemente es su peor legado. Un Estado que en rubros cruciales ha perdido la capacidad para serlo. Un Estado que existe para proteger la seguridad de la población pero no puede hoy asegurarla. Un Estado que existe para gobernar en nombre del interés público que ha sido rebasado por los intereses fácticos. Un Estado acorralado por las fuerzas que debería articular pero frente a las cuales –con Fox a la cabeza– se ha rendido. Un Estado arrinconado por los múltiples “centros de veto” que constriñen su actuación. Los monopolistas rapaces y los líderes sindicales atrincherados y las televisoras chantajistas y los empresarios privilegiados y los movimientos sociales radicales y los priistas saboteadores que ofrecen pactar pero nunca lo hacen. Todos los que ejercen el poder informal en México. Todos los que han llenado el hueco que la presidencia encogida de Vicente Fox produce y deja allí.

Vicente Fox seguramente justificará su herencia con el argumento de la presidencia democrática. Dirá que decidió acotar su poder y se alabará por ello. Dirá que decidió quitarle protagonismo a la presidencia y argumentará que hizo bien. Dirá que México necesitaba terminar con el presidencialismo exacerbado y él lo logró. Argumento tras argumento demostrará lo que no entiende y nunca entendió. Sus críticos no le exigían que fuera un presidente imperial sino que fuera un presidente eficaz. No le exigían que se comportara como un dictador sino como un líder. No le exigían que ejerciera el poder de manera arbitraria, sino que lo ejerciera y punto. Pero Vicente Fox, una y otra vez, confundió la autoridad legítima de cualquier presidente en cualquier democracia con el autoritarismo. Pensó que si actuaba con firmeza sería catalogado como un priista. Creyó que si usaba sus atribuciones sería cuestionado por ello.

Para no excederse, optó por no actuar. Para evitar la crítica que sus acciones podrían generar, evitó llevarlas a cabo. “Respetó” tanto a los otros poderes que eludió ejercer el propio. Obsesionado en no parecerse a los presidentes priistas que tanto criticó, acabó emulando a los defensores del statu quo. Acabó defendiendo lo que en la campaña presidencial denostó. Acabó disminuido en la misma silla del Águila que había ofrecido sacar a patadas de Los Pinos. Acabó siendo el último presidente priista emanado de las filas del PAN. Un hombre que llegó al poder prometiendo cambiar lo más elemental de su ejercicio, pero sólo lo encogió. Para mal de la presidencia, para mal del Estado, para mal del país.

En las “Reflexiones al término del mandato” que Vicente Fox disemina en días recientes, afirma que ha trabajado al límite de sus fuerzas, con todas sus capacidades. Y tristemente tiene razón. Hizo todo lo que pudo dada la persona que es. El ranchero que regresa al rancho. El personaje necesario para sacar al PRI de Los Pinos que da para poco más. El presidente que sale relativamente mejor librado que sus peores predecesores, pero eso es poco decir. Alguien que siembra esperanzas pero ahora cosecha reclamos. Al juicio de la historia le corresponderá aclarar si la presidencia desilusionante de Fox se explica por constricciones estructurales al margen de su temperamento o si él mismo las exacerbó. Por miedo o flojera o ausencia de audacia o falta de experiencia. Sea cual sea la respuesta, termina su período como el hombre que no quiso ser rey y, al pensar así, desperdició su presidencia. ?

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