Proceso
El crimen organizado trasnacional recorre América Latina; las tropas federales han sido llamadas para combatirlo en las calles de Río de Janeiro y Sao Paulo, se extiende a través de las pandillas juveniles llamadas maras por toda Centroamérica, da el tono a la vida política de Colombia desde hace varios años, está detrás de la producción de estupefacientes en la zona andina, ha hecho necesario que el ejército tome la responsabilidad principal de las actividades en materia de seguridad pública en México. Las dimensiones del fenómeno crecen paralelamente a la debilidad del Estado para combatirlo. Es, por lo tanto, una de las amenazas más serias a la estabilidad y la gobernabilidad democrática de la región.
Tal es el panorama que presentan las páginas de la revista Foreign Affairs en Español, la versión para América Latina de la conocida publicación del Consejo de Asuntos Internacionales de Nueva York. La versión en español contiene 50% de material original dedicado a problemas de la región. Esta vez, al elegir como tema el crimen organizado, los editores dieron en el blanco. En efecto, urge reflexionar sobre ese fenómeno que cobra cada día más fuerza, no sólo para conocerlo mejor, sino para evaluar la pertinencia de las medidas que se están tomando para hacerle frente.
El crimen organizado del siglo XXI es distinto a las bandas delictivas de extracción y efectos locales de otras épocas, o a la delincuencia común ejercida frecuentemente por los jóvenes marginados de las zonas urbanas en América Latina. El llamado crimen organizado trasnacional se caracteriza por su estructura interna sofisticada, cultivar la relación con los poderes políticos, utilizar formas modernas de comunicación, desde la telefonía celular hasta las páginas de la Internet, manejar grandes recursos financieros y, ante todo, por tener un origen y consecuencias más allá de las fronteras nacionales. Así, los coches robados en México circulan por las calles de las ciudades centroamericanas, la trata de personas puede originarse en Rusia para terminar en los prostíbulos de Buenos Aires y desde allí recorrer todo el continente, las drogas que provienen de Perú o Colombia pasan por México y son distribuidas en el gran mercado de estupefacientes que se encuentra en Estados Unidos. En el camino, se calcula que se mueven billones de dólares. Basta recordar la imagen de los millones en billetes descubiertos en la casa de un miembro del crimen organizado en la Ciudad de México.
La naturaleza novedosa de esas bandas criminales exige imaginar formas novedosas para combatirlas. Se trata de un problema cuya solución sólo se puede visualizar en el largo plazo. Requiere tomar en cuenta su infiltración en las estructuras de poder, su carácter trasnacional y, por ende, la necesaria cooperación internacional para combatirlo, e identificar los mecanismos utilizados para transacciones financieras y comunicaciones electrónicas. Requiere, en fin, de cuerpos policiales más entrenados y modernizados que los existentes hasta ahora. Al no contarse con estos últimos, la solución más viable ha sido echar mano del sector militar, que sustituye a las fuerzas de policía en diversos operativos que se llevan a cabo en América Latina.
En un artículo muy lúcido, Lucia Dammert y John Bailey reflexionan sobre los motivos y consecuencias de esa “inevitable” participación del ejército. Desde su punto de vista, un motivo central es la preocupación de la ciudadanía ante los problemas de seguridad pública, tema que ocupa un lugar central en los debates durante las campañas electorales en casi todos los países de la región. Con ese antecedente, quienes llegan al poder en un ambiente de competencia cerrada entre los partidos políticos requieren mostrar eficacia en la lucha contra la criminalidad. Pero esto no se logra con cuerpos policiacos mal preparados y frecuentemente ligados a la corrupción. Para obtener resultados que fortalezcan la credibilidad en la acción del Estado hacen falta medidas simbólicas, inmediatas, que sólo se logran con la acción de los militares.
La decisión de involucrar al ejército es, pues, comprensible. Sin embargo, los costos y riesgos de hacerlo son muchos, sobre todo cuando un objetivo de corto plazo, elegido por motivos políticos, se convierte en acciones de largo plazo cuyo término se vislumbra incierto. Los mencionados autores señalan que la naturaleza y formación de la institución militar no es apropiada para la función policial. Su entrenamiento hace hincapié en estrategias y tácticas diseñadas para aniquilar al enemigo. Por el contrario, la función policial, al menos la deseable, busca prevenir y controlar la delincuencia dentro de marcos legales, con estrategias de disuasión y control que involucren el menor uso posible de la fuerza. Los policías profesionales eficientes, se insiste allí, son aquellos que logran establecer una relación cercana y de colaboración con la ciudadanía.
En segundo lugar, la intervención militar puede generar o intensificar tensiones sociales, pues el peso de sus operativos suele recaer en estratos marginados de la sociedad: grupos indígenas, hombres jóvenes de clases trabajadoras o habitantes de barrios marginales. Como resultado, la percepción positiva que se tenga de los militares por su ayuda en cuestiones de salud y reconstrucción en casos de desastre, como es el caso de México, puede evolucionar rápidamente hacia una percepción negativa. No se puede olvidar que las violaciones de derechos humanos constituyeron, en el pasado, nota característica de su actuación en numerosos países de la región.
Finalmente, la utilización de fuerzas militares contribuye a dejar en la penumbra la necesaria reforma de los cuerpos de policía. Si el uso del ejército se justifica por la ineficiencia de dichos cuerpos, entonces es indispensable emprender paralelamente profundas modificaciones para modernizarlos y fortalecerlos. Sin embargo, esa es una labor cuesta arriba en la que no siempre se invierten toda la atención y recursos que se necesitan.
El número citado de Foreign Affairs deja un sabor amargo, en particular por la pertinencia de algunos de sus análisis para el caso de México. No da lugar al optimismo sobre la posibilidad de eliminar al crimen organizado en el corto plazo; sugiere, por el contrario, que es una tarea larga donde no se ve, por lo pronto, la puerta de salida. Tal diagnóstico acentúa las inquietudes por el futuro de la vida política en América Latina; como se puede concluir de los artículos allí reunidos, la presión de la lucha contra el crimen organizado puede debilitar los procesos democráticos que allí se están dando.
Tal es el panorama que presentan las páginas de la revista Foreign Affairs en Español, la versión para América Latina de la conocida publicación del Consejo de Asuntos Internacionales de Nueva York. La versión en español contiene 50% de material original dedicado a problemas de la región. Esta vez, al elegir como tema el crimen organizado, los editores dieron en el blanco. En efecto, urge reflexionar sobre ese fenómeno que cobra cada día más fuerza, no sólo para conocerlo mejor, sino para evaluar la pertinencia de las medidas que se están tomando para hacerle frente.
El crimen organizado del siglo XXI es distinto a las bandas delictivas de extracción y efectos locales de otras épocas, o a la delincuencia común ejercida frecuentemente por los jóvenes marginados de las zonas urbanas en América Latina. El llamado crimen organizado trasnacional se caracteriza por su estructura interna sofisticada, cultivar la relación con los poderes políticos, utilizar formas modernas de comunicación, desde la telefonía celular hasta las páginas de la Internet, manejar grandes recursos financieros y, ante todo, por tener un origen y consecuencias más allá de las fronteras nacionales. Así, los coches robados en México circulan por las calles de las ciudades centroamericanas, la trata de personas puede originarse en Rusia para terminar en los prostíbulos de Buenos Aires y desde allí recorrer todo el continente, las drogas que provienen de Perú o Colombia pasan por México y son distribuidas en el gran mercado de estupefacientes que se encuentra en Estados Unidos. En el camino, se calcula que se mueven billones de dólares. Basta recordar la imagen de los millones en billetes descubiertos en la casa de un miembro del crimen organizado en la Ciudad de México.
La naturaleza novedosa de esas bandas criminales exige imaginar formas novedosas para combatirlas. Se trata de un problema cuya solución sólo se puede visualizar en el largo plazo. Requiere tomar en cuenta su infiltración en las estructuras de poder, su carácter trasnacional y, por ende, la necesaria cooperación internacional para combatirlo, e identificar los mecanismos utilizados para transacciones financieras y comunicaciones electrónicas. Requiere, en fin, de cuerpos policiales más entrenados y modernizados que los existentes hasta ahora. Al no contarse con estos últimos, la solución más viable ha sido echar mano del sector militar, que sustituye a las fuerzas de policía en diversos operativos que se llevan a cabo en América Latina.
En un artículo muy lúcido, Lucia Dammert y John Bailey reflexionan sobre los motivos y consecuencias de esa “inevitable” participación del ejército. Desde su punto de vista, un motivo central es la preocupación de la ciudadanía ante los problemas de seguridad pública, tema que ocupa un lugar central en los debates durante las campañas electorales en casi todos los países de la región. Con ese antecedente, quienes llegan al poder en un ambiente de competencia cerrada entre los partidos políticos requieren mostrar eficacia en la lucha contra la criminalidad. Pero esto no se logra con cuerpos policiacos mal preparados y frecuentemente ligados a la corrupción. Para obtener resultados que fortalezcan la credibilidad en la acción del Estado hacen falta medidas simbólicas, inmediatas, que sólo se logran con la acción de los militares.
La decisión de involucrar al ejército es, pues, comprensible. Sin embargo, los costos y riesgos de hacerlo son muchos, sobre todo cuando un objetivo de corto plazo, elegido por motivos políticos, se convierte en acciones de largo plazo cuyo término se vislumbra incierto. Los mencionados autores señalan que la naturaleza y formación de la institución militar no es apropiada para la función policial. Su entrenamiento hace hincapié en estrategias y tácticas diseñadas para aniquilar al enemigo. Por el contrario, la función policial, al menos la deseable, busca prevenir y controlar la delincuencia dentro de marcos legales, con estrategias de disuasión y control que involucren el menor uso posible de la fuerza. Los policías profesionales eficientes, se insiste allí, son aquellos que logran establecer una relación cercana y de colaboración con la ciudadanía.
En segundo lugar, la intervención militar puede generar o intensificar tensiones sociales, pues el peso de sus operativos suele recaer en estratos marginados de la sociedad: grupos indígenas, hombres jóvenes de clases trabajadoras o habitantes de barrios marginales. Como resultado, la percepción positiva que se tenga de los militares por su ayuda en cuestiones de salud y reconstrucción en casos de desastre, como es el caso de México, puede evolucionar rápidamente hacia una percepción negativa. No se puede olvidar que las violaciones de derechos humanos constituyeron, en el pasado, nota característica de su actuación en numerosos países de la región.
Finalmente, la utilización de fuerzas militares contribuye a dejar en la penumbra la necesaria reforma de los cuerpos de policía. Si el uso del ejército se justifica por la ineficiencia de dichos cuerpos, entonces es indispensable emprender paralelamente profundas modificaciones para modernizarlos y fortalecerlos. Sin embargo, esa es una labor cuesta arriba en la que no siempre se invierten toda la atención y recursos que se necesitan.
El número citado de Foreign Affairs deja un sabor amargo, en particular por la pertinencia de algunos de sus análisis para el caso de México. No da lugar al optimismo sobre la posibilidad de eliminar al crimen organizado en el corto plazo; sugiere, por el contrario, que es una tarea larga donde no se ve, por lo pronto, la puerta de salida. Tal diagnóstico acentúa las inquietudes por el futuro de la vida política en América Latina; como se puede concluir de los artículos allí reunidos, la presión de la lucha contra el crimen organizado puede debilitar los procesos democráticos que allí se están dando.
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