Miguel Ángel Granados Chapa En la sede de la Suprema Corte de Justicia, calle de Pino Suárez número dos, esquina con Corregidora, un tremendo mural de José Clemente Orozco mienta la soga en la casa del ahorcado: muestra a la mujer que emblematiza la Justicia exangüe, vejada, prostituida. Tan ásperamente refleja una noción generalizada sobre la degradación de esa función estatal, de ese valor de las sociedades, que el año pasado ese tribunal constitucional patrocinó la creación de cuatro murales en los cubos de la escalera del principal domicilio judicial, para edulcorar la amarga visión que el gran creador jalisciense plasmó en una de las piezas de su tríptico en el palacio de la Corte. Buena parte de la sociedad mexicana verá la brutal imagen creada por Orozco reflejada en las decisiones que el órgano investigador constitucional (en eso se convierte conforme al artículo 97) tomó esta semana, al rechazar el contundente dictamen presentado por el ministro Juan. N. Silva Meza sobre la violación a las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho en una operación encabezada por el gobernador de Puebla, Mario Marín. Al asegurarle impunidad, a él y a quienes concertó para cumplir el pedido de Kamel Nacif de agredir y castigar a la periodista, la timoratez de la Corte produjo un resultado semejante al que produce la corrupción. No supongo en lo mínimo que los seis ministros que exoneraron a Marín hubieran faltado a sus deberes éticos. Digo que se parapetaron tras el formalismo rigorista para ignorar la realidad de las redes de pederastia y pornografía infantil atisbadas por Lydia Cacho y que están en el fondo del atentado que sufrió. Por añadidura, dejan en riesgo a la autora de Los demonios del edén, ya sometida a un juicio civil por daño moral, y que se vuelve ahora blanco fácil de otras agresiones, jurídicas o físicas. Después de recorrer gozosamente laberintos procesales improcedentes en este caso el tribunal pleno declaró por mayoría de seis votos contra cuatro que “no se demostró la existencia de violación grave de garantías individuales” en este caso. Con esa negativa explícita se adoptó también la implícita respecto de si hubo concertación de autoridades y si era posible establecer cuáles intervinieron en esa concertación. Para llegar a esa conclusión los ministros negaron valor probatorio a la grabación de la conversación entre Marín y Kamel Nacif, que resume la trama del abominable episodio, y ni siquiera consideraron la comprobación documental –proveniente de registros telefónicos proporcionados por las empresas respectivas– de que en la fecha indicada se cruzaron llamadas entre la casa de Nacif y la residencia del gobernador, con duración correspondiente a la plática interferida. Llegaron al punto de reprochar a la comisión encabezada por Silva Meza el haber ordenado intercepciones telefónicas, arguyendo que no contaba con facultades explícitas para ello, siendo que la propia Corte le había autorizado el despliegue de cuantas acciones éticas y lícitas fueran indispensables para llegar a la verdad, y siendo que la comisión solicitó a un juez tales interferencias, como puede hacerlo el Ministerio Público. No digo, no puedo decirlo porque carezco de elementos probatorios, que la mayoría de los ministros hubieran sido influidos de algún modo, desde algún origen externo a su casa para beneficiar a Marín y Nacif y para dejarlos impunes, insolentemente gozosos con su triunfo, peligrosamente dispuestos a seguir en su camino de ilegalidad con la convicción de que nada puede detenerlos. Sí aseguro, en cambio, que independientemente de las motivaciones de los votantes contra el dictamen, que pueden ser lo más limpiamente apegadas al dictado de sus conciencias, hicieron varios favores a Marín y a la delincuencia organizada. El informe que en junio había sido presentado por Silva Meza al cabo de la indagación que le encargó el pleno no fue aprobado, y ni siquiera sometido a consideración puntual porque el escrúpulo formal asaltó a la Corte, que determinó entonces necesario emitir una suerte de regulación procesal de la facultad de investigación establecida en el artículo 97. Someter esa facultad a los rigores de la forma era un contrasentido, pues la característica excepcional de esa atribución se extiende lógicamente a los modos, fuera de lo ordinario y establecido, con que se ejerce la capacidad pesquisitoria del tribunal máximo. Con todo, entendido como un acto de prudencia destinado a fortalecer las decisiones de la Corte en esa materia era admisible que las reglas se aplicaran a las averiguaciones que el pleno ordenara de allí en adelante. Pero extrañamente, de modo aberrante, una mayoría decidió que esas reglas se aplicaran a una investigación concluida, que fue debido rehacer en parte, para conceder derecho de audiencia al gobernador involucrado, como si la comisión encabezada por Silva Meza se lo hubiera regateado. El aplazamiento de las decisiones sobre su caso fortaleció, por el hecho mismo, a Marín, que mostraba no ser frágil como se supondría a la vista del contenido del informe que la Corte no se dignó estudiar y que atribuía claras responsabilidades de conducta ilegal al góber precioso. Tal fortalecimiento se evidenció en las elecciones del 11 de noviembre. Apoyado en la indefinición de la Corte –tres de cuyos ministros, votantes ahora en su favor, lo habían visitado meses atrás en un encuentro pleno de cordialidad–, y en el aparato financiero y político de su gobierno, el PRI de Marín arrasó en esos comicios, asegurándole impunidad mediante la integración de una legislatura que ni por asomo iniciaría procedimiento alguno en su contra. Al resolver como lo hizo, la Corte rechazó en los hechos una facultad que la singulariza, tal vez temerosa de que su función jurisdiccional se vea asediada por los poderes a los que afectaría el ejercicio de aquella atribución indagatoria. Sería grave ese efecto, porque el tribunal máximo se habría mutilado a sí mismo. Lo más trascendente y peligroso, sin embargo, es la consecuencia favorable a la impunidad que generará la votación del 29 de noviembre. No sólo se exonera a unos bandoleros evidentes sino que se otorgan garantías plenas a quienes las violen. |
“México es paradisíaco e indudablemente infernal”, le escribe Malcolm Lowry a Jonathan Cape. A un amigo le confiesa: “México es el sitio más apartado de Dios en el que uno pueda encontrarse si se padece alguna forma de congoja; es una especie de Moloch que se alimenta de almas sufrientes”. JV.
martes, diciembre 04, 2007
Pino Suárez 2: impunidad a la orden
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