La Jornada
El zafarrancho registrado el pasado fin de semana en Ciudad Juárez, Chihuahua, que derivó en el relevo de cuatro mandos de la Policía Federal (PF), plantea tareas ineludibles para el gobierno federal en lo que se refiere a la política de seguridad pública actual. La primera de ellas consiste en esclarecer los mecanismos y condiciones que permitieron el nombramiento de funcionarios que –de acuerdo con sus propios subordinados– tienen vínculos con el narcotráfico y son culpables de diversos delitos, y deslindar las responsabilidades correspondientes por lo que se presenta, ante la opinión pública, como una confirmación más de una intrincada red de corrupción y complicidades entre los grupos delictivos y las instancias de seguridad del poder público.
Sería erróneo suponer, en ese sentido, que la connivencia entre servidores públicos y organizaciones criminales se detiene en la línea de mando "de segundo nivel", a la que pertenecían, según las propias autoridades, los jefes policiacos detenidos. La gravedad de las acusaciones obliga a presumir alguna responsabilidad de funcionarios de niveles superiores, empezando por los que realizaron los nombramientos correspondientes y entregaron a mandos presuntamente coludidos con el narco el control policiaco de la convulsionada localidad fronteriza.
En una perspectiva más amplia, el hecho que se comenta confirma la inviabilidad de la llamada "guerra contra el narcotráfico", que el gobierno federal inició hace más de tres años. En este lapso, a pesar de la proliferación de anuncios sobre "golpes demoledores" a la estructura de los cárteles de la droga, la sociedad no ha percibido una reducción sustantiva en el margen de maniobra y en el poderío bélico y económico de las organizaciones delictivas. Ello desnuda la imprevisión de una estrategia que se concentró en la persecución policiaco-militar de los infractores de la ley sin antes sanear un entorno en el que las instancias del poder público se han revelado, en no pocos casos, como instrumentos al servicio de narcotraficantes, de bandas dedicadas al secuestro o de otras expresiones delictivas.
Por lo demás, el episodio adquiere especial relevancia en un momento en el que se plantea, a iniciativa del Ejecutivo federal, la posibilidad de crear una nueva corporación policiaca que operaría bajo un mando único en cada entidad de la República. En un intento por reforzar esa propuesta, el titular de la Secretaría de Seguridad Pública, Genaro García Luna, señaló el pasado sábado que el crimen organizado destina mensualmente más de mil 200 millones de pesos para corromper a los policías municipales del país, pero omitió hablar de la podredumbre existente en la PF, exhibida por sus propios integrantes.
El corolario ineludible de lo anterior es que, actualmente, nada puede garantizar que esa o cualquier otra instancia de la fuerza pública –incluido el Ejército– esté blindada contra la corrupción. Para ello sería necesario que el gobierno emprendiera un combate frontal y efectivo a ese flagelo en todos los niveles de la administración pública, habida cuenta de que las corporaciones criminales no sólo mantienen complicidades en el ámbito policial, y que la red de corrupción e infiltración de corporaciones públicas no se limita al narcotráfico, sino incluye a otras expresiones delictivas.
La vigencia del estado de derecho requiere, en primer lugar, que quienes detentan el poder público cumplan cabalmente las leyes. En tanto esto no ocurra, no habrá llamado a la unidad ni estrategia policiaca o militar que baste para combatir a la delincuencia y terminar con la violencia que recorre el territorio nacional.
El zafarrancho registrado el pasado fin de semana en Ciudad Juárez, Chihuahua, que derivó en el relevo de cuatro mandos de la Policía Federal (PF), plantea tareas ineludibles para el gobierno federal en lo que se refiere a la política de seguridad pública actual. La primera de ellas consiste en esclarecer los mecanismos y condiciones que permitieron el nombramiento de funcionarios que –de acuerdo con sus propios subordinados– tienen vínculos con el narcotráfico y son culpables de diversos delitos, y deslindar las responsabilidades correspondientes por lo que se presenta, ante la opinión pública, como una confirmación más de una intrincada red de corrupción y complicidades entre los grupos delictivos y las instancias de seguridad del poder público.
Sería erróneo suponer, en ese sentido, que la connivencia entre servidores públicos y organizaciones criminales se detiene en la línea de mando "de segundo nivel", a la que pertenecían, según las propias autoridades, los jefes policiacos detenidos. La gravedad de las acusaciones obliga a presumir alguna responsabilidad de funcionarios de niveles superiores, empezando por los que realizaron los nombramientos correspondientes y entregaron a mandos presuntamente coludidos con el narco el control policiaco de la convulsionada localidad fronteriza.
En una perspectiva más amplia, el hecho que se comenta confirma la inviabilidad de la llamada "guerra contra el narcotráfico", que el gobierno federal inició hace más de tres años. En este lapso, a pesar de la proliferación de anuncios sobre "golpes demoledores" a la estructura de los cárteles de la droga, la sociedad no ha percibido una reducción sustantiva en el margen de maniobra y en el poderío bélico y económico de las organizaciones delictivas. Ello desnuda la imprevisión de una estrategia que se concentró en la persecución policiaco-militar de los infractores de la ley sin antes sanear un entorno en el que las instancias del poder público se han revelado, en no pocos casos, como instrumentos al servicio de narcotraficantes, de bandas dedicadas al secuestro o de otras expresiones delictivas.
Por lo demás, el episodio adquiere especial relevancia en un momento en el que se plantea, a iniciativa del Ejecutivo federal, la posibilidad de crear una nueva corporación policiaca que operaría bajo un mando único en cada entidad de la República. En un intento por reforzar esa propuesta, el titular de la Secretaría de Seguridad Pública, Genaro García Luna, señaló el pasado sábado que el crimen organizado destina mensualmente más de mil 200 millones de pesos para corromper a los policías municipales del país, pero omitió hablar de la podredumbre existente en la PF, exhibida por sus propios integrantes.
El corolario ineludible de lo anterior es que, actualmente, nada puede garantizar que esa o cualquier otra instancia de la fuerza pública –incluido el Ejército– esté blindada contra la corrupción. Para ello sería necesario que el gobierno emprendiera un combate frontal y efectivo a ese flagelo en todos los niveles de la administración pública, habida cuenta de que las corporaciones criminales no sólo mantienen complicidades en el ámbito policial, y que la red de corrupción e infiltración de corporaciones públicas no se limita al narcotráfico, sino incluye a otras expresiones delictivas.
La vigencia del estado de derecho requiere, en primer lugar, que quienes detentan el poder público cumplan cabalmente las leyes. En tanto esto no ocurra, no habrá llamado a la unidad ni estrategia policiaca o militar que baste para combatir a la delincuencia y terminar con la violencia que recorre el territorio nacional.
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