León Bendesky
EI Inegi contó recientemente 13 y medio millones de personas que trabajan en la informalidad, a la que caracteriza como aquellas ocupaciones sin acceso al Seguro Social ni a ninguna prestación.
Esto equivale, según dicho organismo, a 28.5 por ciento de la población en edad y con capacidad para trabajar, o sea, quienes están entre 14 y 65 años. Ésta, que es la llamada población económicamente activa (PEA), suma 47 y medio millones de personas.
Contar a la población que se ocupa en actividades informales es un elemento para aproximarse a una comprensión mejor de la situación laboral y también de las consiguientes condiciones sociales que en general existen en el país.
Forma parte, además, de otro tipo de consideraciones, como el efecto en la gestión fiscal tanto del lado de los ingresos que recibe el erario como de los gastos presupuestales que se hacen para atender las condiciones de vida.
Se trata de una parte de las fuentes y usos de los recursos públicos, así como de la eficiencia con que se administran. Eficiencia que no puede, por cierto, limitarse a los criterios contables y financieros, sino que ha de extenderse a alguna manera de considerar la eficiencia social.
Las formas de contar a los informales son diversas. La medición del Inegi se basa esencialmente en la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo. Esto debería complementarse con la información de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares, que se levanta cada dos años.
Así, los criterios para definir y contar a los informales pueden extenderse y depurarse. Tanto la cobertura de lo que representa la informalidad como su significado cambian y pueden ofrecer una mejor perspectiva de las condiciones sociales.
Con ambas herramientas se llega a una mejor clasificación de las actividades informales y se establece la otra parte relevante de las consideraciones sobre el mercado laboral y que tiene que ver con los ingresos.
En cuanto a los números, pueden contarse como informales de tal forma hasta 30 millones de personas, es decir, el doble de la estimación oficial que provee ahora el Inegi. La proporción de la informalidad en la PEA llega, pues, al orden de 60 por ciento. En cuanto al ingreso, el promedio se ubica en el orden de los 3 mil quinientos pesos al mes.
Otro asunto tiene que ver con el tipo de ocupaciones que se realizan en la informalidad, lo que contribuiría a establecer los patrones del empleo, su relación con las remuneraciones y con la actividad de las empresas: qué producen, para quién y cómo.
Vaya, este es el terreno de la microeconomía, que queda usualmente por debajo (y deforme) de las consideraciones agregadas de la macroeconomía, que son las que se privilegian en la gestión gubernamental y están en el centro de las medidas para alcanzar la estabilidad financiera.
Con las encuestas disponibles se puede avanzar también en otro tipo de consideraciones que giran en torno de un tema asociado con la informalidad y que es la desigualdad.
Los hogares más pobres gastan más de lo que ingresan. Este desahorro se cubre de distintas maneras, pero tienden a confinar a las familias a un estado personal y social que cuesta mucho superar, si es que eso se logra. Pero esta cuestión del desahorro se ha extendido en los últimos años cuando menos a la mitad de los hogares del país, por supuesto que en diversas magnitudes.
El mercado laboral tiene grandes distorsiones. Entre ellas está, por ejemplo, el fenómeno de la emigración. Las cuentas de la informalidad y las historias de sus efectos económicos y sociales deberían hacerse aunadas a la salida de trabajadores a Estados Unidos, lo que reduce la presión sobre el empleo y contribuye con las remesas al aumento de los ingresos de los hogares. Otro asunto es el de la dispersión salarial, primero entre los trabajadores formales y luego entre éstos y los informales.
¿Tendrá el gobierno la intención real de acometer contra la informalidad y contenerla? Desde mediados de la década de 1990, tal parece que incluso desde la definición y la aplicación de la política económica se ha alentado la salida de los trabajadores de la formalidad. Las concepciones sobre la gestión pública necesitaban anclas diversas para alcanzar las metas de la estabilización de los precios y los salarios.
Esta concepción sigue siendo el eje de la administración fiscal en Hacienda y de la monetaria en el Banco de México. Ello a pesar de que no ha creado las condiciones sostenibles de crecimiento de la producción, el empleo y los ingresos. El costo de la informalidad parece estar dentro de los criterios que prevalecen en la política pública. Pero lo barato suele salir más caro.
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