La verdad es que somos incorregibles. Reformas electorales van y vienen; tres grandes partidos se alternan en el poder federal, estatal y municipal; el Congreso es un protagonista real del proceso de gobierno y las restricciones con que se topa el Presidente para ejercer autoridad son cada día mayores. No obstante todos estos cambios indudables, seguimos pensando la sucesión presidencial en los términos del pasado. Así, creemos que el candidato del partido en el gobierno no será otro más que el señalado por el Presidente de la República. El cliché ha servido para apoyar la aparente intención del presidente Calderón de ejercer los privilegios que derivan de su posición como primer panista de la nación, y designar al candidato de su partido, como antes lo hacían los presidentes priístas. De manera que son inútiles los esfuerzos en que han puesto tanto empeño para llamar nuestra atención los precandidatos distintos del secretario de Hacienda. La opinión mira preferentemente hacia donde mira el presidente Calderón. De ahí que sean justos los reclamos que le hacen de favorecer a Ernesto Cordero, pues introduce en la competencia todo el peso del Poder Ejecutivo, y tiende a condenar a la irrelevancia los procedimientos internos del partido de selección de candidatos.
Contrariamente a lo que nos dejaba esperar la transición, hemos vuelto a un vocabulario que creíamos para siempre superado. Hablamos de madruguete (pues, ¿qué otra cosa fue la carta de apoyo a Cordero firmada por 134 legisladores panistas?), de cargada, del candidato del Presidente. Podríamos explicarnos este comportamiento en términos culturales, pero al hacerlo tomamos la salida fácil y, sobre todo, negamos la posibilidad de cambio. Así somos porque así hemos sido. Resulta mucho más complicado examinar la subordinación del partido al Presidente a partir del equilibrio entre instituciones –en este caso la Presidencia de la República y el PAN–, y hacernos la pregunta de si acaso, una vez en el poder, el partido pierde autonomía, sobre todo en cuanto al funcionamiento regular de sus procesos internos.
Al igual que en el pasado, a más de un año del día de la elección, el proceso se ha impuesto a nuestra perspectiva del acontecer político. Interpretamos lo que ocurre, y lo que puede ocurrir, a la luz de la competencia por el poder, entre los panistas, y entre ellos y los demás partidos. Las palabras de Cordero adquieren el significado que les imprime su condición de precandidato favorito del Presidente. De entrada cualquier declaración del secretario de Hacienda –quienquiera que éste sea– es en ella misma importante, pero adquiere un mayor alcance cuando a la trascendencia del cargo le sumamos la posición que le ha atribuido el Presidente en la carrera por la candidatura del PAN. Cuando Cordero habla de desempleo o de poder adquisitivo del salario mínimo, sus observaciones no son meros comentarios a la política del actual gobierno, lo que dice es escuchado como si se tratara de un programa futuro de gobierno, su participación en actos públicos es entendida como actos de campaña. Lo son. Pero lo peor de todo es que desde hace unas semanas sus decisiones están, previsible e inevitablemente, permeadas por sus aspiraciones presidenciales.
En este respecto valdría la pena que Cordero y el Presidente, ambos, recordaran las consecuencias catastróficas de que las aspiraciones presidenciales guíen el comportamiento y las decisiones de funcionarios ambiciosos. En 1962, como secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena estuvo dispuesto a posponer una devaluación que era necesaria, con tal de no molestar al presidente López Mateos que tal vez lo designaba su sucesor. En la Secretaría de Gobernación, Luis Echeverría estuvo dispuesto a mostrarle al presidente Díaz Ordaz y al gobierno de Estados Unidos que él tenía la capacidad de controlar a los comunistas en México; desde la dirección de Pemex, Jorge Díaz Serrano quiso construir su candidatura presidencial a partir de precios del petróleo y metas desmesuradas de producción.
Hasta ahora no sabemos si Ernesto Cordero tendrá la capacidad de aislar sus obligaciones al frente de la secretaría, de sus aspiraciones presidenciales, y cruzamos los dedos para desear que la tenga y que la ambición no nuble su capacidad de juicio. Son pocas las muestras que ha dado de su talento político, y en las últimas semanas ha lanzado un desafío retórico que es francamente muy desafortunado. Le ha dado por decir que 10 años de gobiernos del PAN han hecho más por el país que 70 años de gobiernos del PRI. Semejante aseveración da prueba de ligereza intelectual, y de ignorancia, así no sea más que de historia económica. En las siete décadas de historia nacional que Cordero descalifica con tanto desenfado, la población se incrementó nueve veces, el país se industrializó, se formó el Estado, las clases medias se expandieron, el analfabetismo fue abatido, se elevó la media de escolaridad de la población de dos a nueve años; y así podríamos seguir enumerando los diversos aspectos de la modernización del país que se desarrollaron en los años que gobernó el PRI. Y lo invito a comparar, y a que demuestre que tenemos más que agradecer a la obra de desmantelamiento que llevó a cabo el gobierno de Vicente Fox, que lo que hicieron sus antecesores. Más todavía, yo le preguntaría a Ernesto Cordero si él vive mejor o peor que sus papás y que sus abuelos. La respuesta me interesa, porque habla como precandidato y lo último que necesitamos es un presidente que descubra el hilo negro.
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