jueves, junio 09, 2011

Océano de desigualdad

Adolfo Sánchez Rebolledo

Ser mexicano en el siglo XXI implica vivir en un océano de desigualdad. Poco importa si México ocupa el número uno o el 20 entre los países más desarrollados, el hecho imborrable es que los pobres son muchos y están en todas partes, así no los vean desde las atalayas del poder y la riqueza quienes gobiernan y deciden en el país. ¿Cómo puede un país sentirse pujante y saludable si casi la mitad de sus habitantes sobrevive en la pobreza o sufre para comprar la comida diaria, rentar la vivienda que habita, pagar por el transporte, la luz, el agua, las medicinas, por no hablar de otros gastos que la sociedad moderna hace necesarios para reproducir la vida social? No sólo se trata de un problema moral, que lo es, sino también y en primera instancia de una grave anomalía social que deja muy mal parada a la economía dizque nacional, a los prohombres que la capitanean y a los intelectuales que les construyen a los políticos los sueños sobre cierta república inexistente, irreal, que no es una utopía del futuro sino, más bien, el resultado inmaduro del baño de optimismo que, a modo de una ceguera estructural, congénita, les impide poner los pies sobre la tierra que pisan.

En su carácter de expertos, hablan de los pobres y la pobreza con la indiferencia de quien se refiere a cosas inanimadas, a números, no a personas cuyos derechos fundamentales son cuestionados todos los días. Discuten proyectos, políticas públicas, pero en última instancia admiten que la desigualdad es inevitable y los medios para combatirla limitados o… inconvenientes (de la reforma fiscal progresiva mejor ni hablamos). Los avances, pequeños y a cuentagotas, se festejan como grandes victorias en la conquista de la equidad, pero nada dicen de la otra cara de la moneda que acertadamente resume Carlos Tello en su libro sobre la desigualdad (UNAM, 2010): El excedente generado en la sociedad, y que concentran los ricos, no ha sido utilizado en forma tal que contribuya efectivamente al desarrollo nacional. De las utilidades que genera la economía (por lo general más de 50 por ciento del ingreso nacional) poco se invierte (apenas alrededor de 10 por ciento de ese ingreso). El grueso de ellas se despilfarra o quema, en los consumos suntuarios de los grupos dominantes, o sirve de multiplicador del empleo en otras economías (se fuga). Por eso resulta tan aberrante la petulancia del gobierno al hablar, por ejemplo, de las minúsculas recuperaciones del salario mínimo o de la consolidación de las clases medias, tema que al parecer está destinado a convertirse en uno de los ejes de la estrategia electoral del panismo hacia 2012. Así, poco a poco se está dibujando una imagen del país donde la cuestión de la pobreza en la desigualdad quede proscrita o condenada a un inofensivo segundo plano.

La idea que está en el fondo del alegato a favor de vernos como un país medio rico es muy simple: ¿por qué mirar el vaso medio vacío de la pobreza cuando al otro lado de la línea de la miseria, del precarismo y la carencia de empleos, hay un mundo de ínfimos consumistas, dueños del televisor que adoran, del refrigerador que poseen como marca de modernidad o de la hipoteca de interés social que cubren con grandes sacrificios, cuya subjetividad –no su situación objetiva– los identifica con las clases medias en construcción, aunque falten el trabajo estable, los créditos, y sean muy pocas las oportunidades de negocio fuera de la informalidad ? ¿Por qué no, reflexionan algunos estrategas, reforzar con programas bien armados (como el subsidio a las colegiaturas), sobre todo para tiempos electorales, a esa clase media que vive al día como un acto de libertad, convencida del individualismo emprendedor, en lugar de focalizar las ayudas del gobierno o las acciones filantrópicas de las sociedades de caridad en las comunidades depauperadas que hoy son el objeto, mas no el sujeto, de la política social? ¿Por qué no darle a ese mexicano patriota vestido de verde pero no nacionalista, urbano aunque marginal, despierto mas no ilustrado, la oportunidad de ser la base humana de los grandes proyectos que en materia de superación personal promueven las televisoras, esos nuevos oráculos del bien público, inveterados gestores de la felicidad familiar concesionada por la Iglesia del cardenal de Guadalajara? ¿Para qué perder tiempo y dinero en elevar los salarios de los trabajadores que sí requieren de la negociación colectiva? ¿Cuál es la razón para no subsidiar la enseñanza privada, la medicina privada o la obra del Yunque en materia de salud sexual si con ello se fortalece a la clase media que se consolida para tapar las vergüenzas de la miseria secular y la de ahora? ¿Por qué, en definitiva, canalizar tantos esfuerzos al barril sin fondo de la pobreza si la expansión de la economía ayuda a reciclar la desigualdad que rebrota como yerba bajo la lluvia?

El problema con estas clasificaciones que invocan la pertenencia a las clases medias a partir de ciertas consideraciones subjetivas, aspiracionales, diría Mauricio Merino, que se identifican con una cierta inercia conformista, es que pueden convertirse en un error de cálculo mayúsculo, habida cuenta del grado de malestar, la irritación acumulada por capas enteras de la población que han nacido en la crisis y no tienen otra experiencia de vida que la desilusión por las promesas de un futuro mejor (el reclutamiento masivo, por los cárteles, de jóvenes de todos los estratos, incluyendo a las clases medias tipificadas por sus deseos de ser, debería encender las alertas rojas).

El secretario Cordero quiere darle a las cifras aportadas en su ya famosa alocución valores que no tienen. Su problema –y en esa medida el nuestro– es que no ve en la desigualdad más que un problema económico o, en su caso, una cuestión de seguridad de lenta y casi imposible resolución, sin asumir (él que ha sido secretario de Desarrollo Social) el carácter explosivo de la pobreza y la urgencia de darle a la acción del Estado en esta materia el lugar, la fuerza y la centralidad que ya ocupa en la horrible realidad. No lo hará, pues en su perspectiva sólo está el deseo irrefrenable de ganar la Presidencia jalando a la clase media a las urnas.

PD. Jorge Semprún ha emprendido el largo viaje. Su obra queda. La leyenda también.

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