Adolfo Sánchez Rebolledo
Nunca como hoy la vida nacional ha dependido tanto de lo que ocurra o deje pasar en el ámbito planetario. Guste o no, con las cadencias propias de un mundo desigual, la sociedad o las sociedades, si se prefiere, están a tal punto relacionadas entre sí que no es posible pensar en futuro de cada uno de sus componentes sin tomar como referencia la situación general. El signo de la época es la internalización de los mercados, de la producción y la cultura, pero también es esta la era de la globalización de los riesgos y amenazas contra el medio ambiente, es decir, contra la sobrevivencia de la misma humanidad. Contra la utopía del fin de la historia, la disminución del papel de los estados nacionales, la cesión de soberanía, tampoco se ha traducido en formas de convivencia superiores e igualitarias ni en la extinción de las más agresivas pasiones religiosas que de ninguna manera son reliquias del pasado: al contrario, el funcionamiento general del sistema, lejos de afianzar la democracia propicia la irracionalidad y da alas a la insensatez de los radicalismos nacionalistas que ya despuntan en el horizonte de la crisis. A querer o no, la violencia está a la vuelta de la esquina bajo las piedras que pavimentan la modernidad desafiando el humanismo democrático. Y, sin embargo, no hay todavía verdaderas alternativas progresistas capaces de pensar y apuntalar las transformaciones que parecen necesarias. No habrá tal derrumbe espontáneo del capitalismo. Marx decía que toda crisis tiene una solución, pero ninguna será en favor de los que menos tienen sin una resistencia capaz de imponerle a los poderes dominantes otras reglas del juego.
A estas alturas del partido, luego de la ofensiva contra el déficit emprendida por el gobierno de Berlín, con el asentimiento de Sarkozy, pocos se hacen ilusiones en cuanto a la perspectiva de evitar la segunda oleada de la gran Recesión. En un escrito reciente, Paul Krugman ha reivindicado la actualidad de J.M. Keynes, tan vituperado por el pensamiento único, al sintetizar en un aforismo la esencia de su planteamiento: recortar el gasto público cuando la economía está deprimida deprime la economía todavía más y eso no hará más que multiplicar las penurias de la gente, sin importar las creencias de los republicanos y otras fuerzas alineadas a la derecha.
Al final de cuentas, tras la austeridad que acompaña el desmantelamiento del estado de bienestar, está el mismo proyecto que nos ha conducido hasta el borde del abismo. Nadie sabe cuál será el desenlace de esta situación, pero hay quienes ya ofrecen visiones escalofriantes, como la que esboza Dominici Sanbrook en El fantasma de 1932 (Daily Mail), un ensayo en el cual el autor compara las condiciones existentes a la hora de la irrupción del fascismo con las que se pueden observar al comienzo de este 2012 y el resultado es perturbador, por decir lo menos. En particular, recuerda cómo fue que las democracias parlamentarias de la época sucumbieron ante la presión de la tormenta económica que se hizo inmanejable y terminó imponiendo las salidas totalitarias que llevaron a la guerra. Fue el fracaso de la política para imponer cierta racionalidad a las exigencias desbocadas del gran capital la causa principal del desapego de la ciudadanía al régimen democrático que condujo al fascismo, escudado en el desinterés del hombre común por los asuntos públicos de los que previamente había sido expulsados.
No obstante las señales ominosas que nos llegan de Estados Unidos o Europa, aquí, a contracorriente de los hechos objetivos, la política oficial rebosa de optimismo. No hay día sin que el gobierno nos hable de los éxitos obtenidos, pese al cuadro de fondo de la violencia, el desempleo o el derrumbe moral que nos amenaza. El mal de la autocomplacencia, por desgracia, cunde en la pradera nacional. Prevalece el localismo. Nos regodeamos, en forma anticipada y excluyente, con los detalles de la sucesión presidencial como si toda la vida mexicana se constriñera a ese decisivo acto político, sin asumir que las capacidades nacionales están en buena medida condicionadas por la dinámica del mundo. Se admite la globalización como un destino fatal y se rechaza toda heterodoxia en materia de política económica, pero se omite señalar que no todas las soluciones universales son adecuadas para realidades distintas como lo prueban los hechos. Y se olvida que, incluso allí donde el margen de maniobra es muy escaso, hay intereses nacionales que defender.
2012 es un año decisivo para configurar el futuro del país. Las cartas están sobre la mesa. Es la hora de elegir entre un cambio de fondo o continuar dándole vueltas a la noria de la decadencia. Pero México no saldrá adelante sin ubicarse en el escenario internacional con sus propias fortalezas y dificultades, sin afianzar su propio perfil para dialogar sin muletillas con los poderosos. Hay que repensar al país reflexionando sobre el mundo de hoy, sin autoengañarnos con falsas impostaciones sobre la modernidad. México tiene que cerrar la brecha de la desigualdad, acabar con la corrupción, educar a los jóvenes y garantizarle empleo y salud a todos. Esa es la paz digna que esta nación se merece.
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